El día más feliz de nuestra vida, a los que tenemos 'a certain age', fue cuando murió Franco. Temprano, salió un tipo con orejas de murciélago apellidado Arias Navarro y dijo, con voz de 'no lo ha conseguido', aquello de «españoles, Franco ha muerto». Algo ... falso, como se ha comprobado ahora, cuando Franco está más vivo que nunca, ya que los que nunca estuvieron contra el franquismo viven mejor simulando que sí. Pero aquel «Franco ha muerto» abrió un mundo de posibilidades para los niños, ninguna de ellas política. Nos dieron unas pequeñas vacaciones del cole en noviembre, adelanto extra de la Navidad, y en la tele emitieron películas enlatadas, algunas de tiros. El equivalente entonces, y en niño, a ganar un viaje pagado a las islas Maldivas. Siempre le estuvimos agradecidos a Franco por hacer como que se moría.
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Los críos de ahora, con suerte, van a tener el privilegio de su propio «Franco ha muerto». Se dice que puede retrasarse la vuelta al cole tras las Pascuas, por las siempre contradictorias razones sanitarias. Eso es aún mejor que el que se muera Franco, visto desde los ojos de aquellos para los que cada segundo trae una nueva maravilla. No puedo concebir un acontecimiento mayor para la vida de un niño que el que las Navidades duren tal vez para siempre. La vuelta al cole tras Navidad era mucho más incomprensible que tras el veraneo, y lo seguirá siendo en parte, a pesar de que el cole ahora no es disciplinario sino lúdico. Recuerdo llorarle a mi madre en la noche del 7 al 8 de enero, porque no quería entender cómo se acababa todo y empezaba de nuevo el horror. Efectivamente la Navidad tenía un significado que solo lo advierten los niños superdotados que pierden facultades con el tiempo. La entrada del invierno sigue siendo aquella estación en la que viví, mientras que el resto del tiempo solo he sobrevivido.
Lo que hubiese dado, cuando niño, por leer el anuncio en la prensa de que tal vez no haya que volver al cole tras la Navidad. Que el abeto continúa secándose en casa y sin ir aún a la basura. Que todavía no hay que hacer una pelota con el papel de aluminio de los arroyos del belén. Si hubiesen prorrogado la Navidad hace medio siglo, hubiese querido decir que el cómputo del tiempo que hacíamos los niños era verdad, y que los días que nos eran agradables durarían la eternidad más un día. Un crío es capaz de hacer una sola e insospechada hora más de tiempo la más extensa y memorable de su vida: recuerdo, todavía hoy, como mi mejor hora fue un domingo de frío, en el campo, cuando mis padres decidieron que no íbamos a ir en la ciudad a misa de ocho sino de nueve. En esa única hora de propina, aquel domingo en que anocheció temprano, transcurrió todo lo que merece la pena del medio siglo que hemos vivido luego. La Covid, tal vez, será recordada por los niños de hoy como un ángel que se apareció en su infancia.
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