Hay quienes se han pasado con armas y bagajes, sin pensarlo demasiado, al mundo digital. Gentes que ya no escriben cartas sino mensajes, que no ... hablan sino que chatean, que no usan sus capacidades para orientarse sino que se dejan llevar, sin mirar el entorno, por el GPS de su coche o de un móvil que, en ocasiones, en vez de guiar a la ciudad deseada las deja varadas a la orilla de un pantano. Todo ello provoca en el cerebro una pérdida de alertas y el entumecimiento de las facultades necesarias para desenvolverse con autonomía en la vida cotidiana.
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No defiendo permanecer anclados en el pasado o no utilizar los medios tecnológicos que facilitan la existencia, pero abandonar de golpe todo un mundo de conductas y modos de pensar que han revelado su efectividad y que todavía nos sirven me parece un completo desperdicio.
Vengamos a las comunicaciones digitales (y hablo de las relaciones personales y no del mundo de la economía y otros campos). Es cierto que comunicarse por wasap es más inmediato que hacerlo boca a boca, pero la rapidez es la única ventaja. Por contra, el intercambio oral va aliado a una información complementaria que enriquece el mensaje a través de sentidos como el visual y el auditivo y que se pierde en los mensajes digitales. Contactar por medio de las redes conlleva riesgo de mensajes falsos y de engaños. Es más fácil mentir por teléfono que cara a cara, aunque inexplicablemente se promocione hasta extremos ridículos la sustitución del profesor por una tablet, la búsqueda de una pareja a través de aplicaciones informáticas de compatibilidades o la solicitud de empleo por medio de currículos 'online'. Por eso, las verdaderas entrevistas de trabajo, las declaraciones de amor o la transmisión de la enseñanza a quienes se están formando, es decir, las cosas importantes, son presenciales, porque sabemos que no solo expresamos el pensamiento con las palabras sino que la gestualidad de la cara y el cuerpo aportan una información añadida que es determinante para una comunicación completa y efectiva.
Una de las creencias circulantes es que lo digital supone un avance social definitivo porque nos iguala a todos, borrando las diferencias de clase, algo incierto. Lo digital viene a establecer una nueva y sutil barrera entre quienes no han accedido a él y quienes lo utilizan profusamente. Ya se habla, como elogio, de los 'nativos digitales', de quienes han nacido con las nuevas tecnologías y se desenvuelven con naturalidad en ellas, mientras que quienes se han quedado fuera por su pobreza, su edad o por haber nacido en países 'atrasados' se califican, con bastante displicencia y no menor desprecio, como 'analfabetos digitales'.
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Ya no basta con admirar a los héroes del cine, el fútbol, la política, la literatura o la canción. Ahora hay que conocer sus cuentas de Instagram, Twitter o WhatsApp, algo insufrible, porque no tenemos tiempo de estar en todos los lugares a la vez: oyendo las melodías de nuestro cantante favorito y atendiendo al mismo tiempo las necedades que cuelga en sus muros digitales o adhiriéndonos a las causas solidarias que promueven (mucha gente del espectáculo –y me refiero, en sentido amplio, a algunos políticos, cantantes, artistas, literatos...– las difunde como medio de sumar un prestigio ético al valor intrínseco de su trabajo).
Lo digital revela una sociedad en continuo cambio, que lo que ayer era de un determinado modo, hoy será distinto y mañana diferente. Así no se puede tener la tranquilidad anímica para la reflexión ni para asentar debidamente las novedades que van llegando. Cuando lo digital invade nuestra vida nos convierte en seres volátiles que carecen de momentos para el esparcimiento del espíritu y para pensar en los otros o en nosotros mismos.
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Debe entenderse de estas reflexiones que no abomino de las novedades tecnológicas sino de su uso indiscriminado y abusivo, de la rapidez con que abandonamos modos de comportamiento que han contribuido a hacernos como somos, sin comprobar que lo que sustituye es mejor que lo sustituido. Cuanto más nos alejamos de lo manifiestamente humano: la palabra, el pacto, la conversación, la cercanía física, más nos convertimos en fríos autómatas sin sentimientos, en seres alienados. Lo anterior se refiere a la invasión de lo digital en la vida diaria y no a las tecnologías que nos curan enfermedades con nuevos fármacos o que corrigen los errores de la naturaleza y sus sobresaltos.
Soy, pues, analógico. Me gusta más el mundo estable en el que me he criado, con sus evidentes contradicciones, fallos y errores, que pueden corregirse, que el digital, que me obliga a reinventarme cada día y me deja a merced de los vientos cambiantes de la realidad y las manipulaciones para hacerme adicto al consumo y las novedades sin fin.
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