Dentro de dos días hará exactamente un año que ingresé en la UCI por un infarto. Como madre de familia numerosa que soy, las vísperas de una Nochevieja son siempre de una locura desatada de compras, no compulsivas, sino alimentarias, con el fin de proveer ... a los míos de una cena apetitosa, además de amorosa. Así que cuando comencé a sentir dolor en el pecho, como ya llevo varios achuchones cardíacos, me puse hasta las cejas de nitroglicerina, intentando detener lo que, a todas luces, no se detenía. Aunque para luces, las de la ambulancia que conducía a una velocidad de vértigo procurando, esforzándose en salvarme la vida. Por evitar fastidiarle la Nochevieja a los míos esperando que cesara el dolor, casi me muero, además de mortificarlos doblemente.
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Esa Nochevieja, lejos de ser un día de celebración, se convirtió en una noche para olvidar, una de esas que deseamos borrar de nuestra memoria y que, sin embargo, se graban a fuego en el alma. A mi alrededor, los monitores pitaban con insistencia, marcando un ritmo que ya no podía controlar. Para mí, el paso del tiempo había perdido sentido; el cambio de año, esa frontera simbólica que tantas veces me había emocionado, era ahora una meta que no estaba segura de alcanzar.
Esa experiencia me hizo focalizarme en otras Nocheviejas, las que no aparecen en las fotos sonrientes ni en las redes sociales llenas de brillos y purpurina. En las de quienes pasan la noche trabajando, asegurándose de que todo funcione para que otros puedan celebrar. En las de quienes están lejos de sus seres queridos, en la soledad de una residencia, en un turno nocturno o simplemente en una ciudad extraña. Y en las de quienes luchan contra una enfermedad o una emergencia.
Pero hay otras Nocheviejas que son aún más desgarradoras, las de aquellos que han perdido a alguien recientemente y enfrentan el primer cambio de año con un vacío imposible de llenar. Las de quienes viven en la pobreza, sin saber si podrán encender la calefacción o poner algo decente sobre la mesa. Las de quienes están atrapados en conflictos, en un refugio o bajo el estruendo de bombas, mientras el resto del mundo cuenta los segundos para gritar «feliz año nuevo».
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Esas otras Nocheviejas existen, aunque a menudo prefiramos ignorarlas. Porque reconocerlas nos obliga a enfrentarnos a una verdad que empaña el espejismo de alegría colectiva que acompaña a esta fecha. Preferimos centrarnos en los buenos momentos, en el brindis, en los deseos y en la cuenta regresiva, tapando con ruido lo que no queremos escuchar: que no todos tienen motivos para celebrar, que no todos pueden hacerlo.
Sin embargo, esa experiencia también me enseñó algo fundamental: incluso en las noches más oscuras, hay destellos de luz. Rostros amables, sonrisas cercanas y amor a raudales. Hoy, a punto de cumplirse un año de aquel episodio, sigo reflexionando sobre lo que significa realmente una fecha como esta. Sé que, como madre, volveré a sumergirme en la locura de las compras y los preparativos. Pero también sé que mi mirada ha cambiado. Ahora, cada campanada no será solo un paso hacia adelante, sino un recordatorio de todo lo que tengo y de todo lo que otros carecen. Y si algo me ha quedado claro es que cada uno de nosotros, desde nuestra pequeña trinchera, puede hacer algo para que esas otras Nocheviejas sean menos solitarias, menos dolorosas.
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Tal vez sea enviar un mensaje a quien sabemos que está pasando un mal momento, o simplemente detenernos un instante para pensar en quienes no tienen motivos para brindar. Porque al final, lo que define una Nochevieja no es la opulencia de la cena ni el ruido de los fuegos artificiales, sino el acto de estar presentes, de reconocer al otro, de extender la mano, de hacer algo, por pequeño que sea, para que la luz llegue también a quienes están en la sombra. Hasta incluso con luces de una ambulancia.
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