Si hay algo que admiro en los niños y que lamento haber perdido es la expectación con que aguardan la Navidad. Quizá muchos de ellos no lo hagan tanto por lo que en realidad es la Navidad, y sea más por los regalos, por los ... dulces, por las vacaciones..., pero es maravilloso verles esa espera ilusionante, ese brillo en los ojos.

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Yo me recuerdo así en mi niñez desde el primer domingo de adviento. A partir de ese día, cualquier mañana que me levantara, ante mí se desplegaría un enorme belén adosado a lo largo de toda la pequeña pared de la sala de estar: mi padre había estado toda la noche montándolo. Algunas veces me regalaba que pudiera acompañarlo al monte, montada en un sidecar pegado a su Gucci, a recoger sabina y romero, pero eso me quitaba la sorpresa de saber que al día siguiente el aroma de las plantas inundaría la estancia entre las figuras de los pastores, los Reyes Magos y el nacimiento. Así que, otras veces, imagino que para ver mi cara de sorpresa yo veía la de felicidad de mi padre; mientras me lanzaba a sus brazos, él escondía las aromáticas hierbas y yo no podía saber qué día aquel belén mágico aparecería en la sala. La incertidumbre era casi tan emocionante como el momento en que finalmente me encontraba con el nacimiento montado. A veces me despertaba antes de lo habitual, con la esperanza de sorprender a mi padre en plena faena, pero él siempre parecía adelantarse. Cuando al fin abría los ojos y lo veía todo dispuesto, no podía evitar sentir que la Navidad había llegado un poco antes, como un secreto que únicamente nuestra familia compartía.

Esos días previos a la Navidad estaban llenos de pequeños rituales que ahora, de adulto, me doy cuenta de que tenían el propósito de avivar aún más nuestra ilusión. Desde comprar una figurica nueva hasta ir a la tienda del barrio en busca de unos bombones que solamente vendían es esas fechas, todo se convertía en un evento especial. Incluso los días más cotidianos parecían teñirse de una luz diferente, como si la simple expectativa de la Navidad lo transformara todo. Había una atmósfera de magia, de cuentos que cobraban vida, de noches en las que el frío no importaba porque los villancicos resonaban en casa y el calor de la familia lo llenaba todo.

La Navidad era también un tiempo de promesas, de creer que todo era posible. Mis padres solían decirnos que los deseos que pedíamos durante esta época tenían una fuerza especial, y nosotros lo creíamos con la fe ciega infantil. Escribir la carta a los Reyes Magos era un ritual casi sagrado para nosotros, como si esos papeles llevaran, además de nuestras peticiones materiales, también nuestros anhelos más profundos.

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Todo estaba dirigido a Nochebuena. En casa, el día entero se sentía como una larga espera hasta la cena. Mi madre pasaba horas en la cocina, y cuando llegaban los tíos y primas y nos sentábamos juntos, la alegría de estar reunidos hacía que cualquier espera hubiera valido la pena.

Y es que los niños tienen esa capacidad única de vivir cada momento con intensidad, de sumergirse por completo en la emoción del presente. Esa ilusión es un regalo en sí mismo, uno que a menudo olvidamos al crecer. Nos volvemos prácticos, incluso cínicos, y dejamos de maravillarnos por lo que no podemos o no sabemos explicar. Pero los niños nos recuerdan que la magia existe, aunque solo sea en la forma en que esperan, con los ojos titilantes y el corazón abierto, todo lo que estas fechas tienen para ofrecer.

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La Navidad siempre nos invita a creer, a esperar, y a recordar que las cosas más sencillas pueden ser las más maravillosas. Los niños lo saben, quizá sin ser conscientes de ello. Y a nosotros, los adultos, al verlos, se nos concede la oportunidad de aprender de nuevo a mirar el mundo con sus ojos, aunque ¡qué lástima!― nos ocupe el breve paréntesis de unos días.

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