En menos de un mes se ha descubierto que el inspector jefe de la Sección de Delitos Económicos de la brigada provincial de Policía Judicial de la Jefatura Superior de Madrid (casi na toda la titulería) ha sido detenido junto a su mujer, policía también, ... para más inri, acusado de blanqueo de capitales, aunque más que blanqueo era 'empareo', porque tenía más de veinte millones de euros entre las paredes de su casa. Y, de igual manera, para seguir haciendo daño a nuestros impecables cuerpos de seguridad, también se ha descubierto al que parece un buen menda (y lo digo porque ya cuando «estuvo de jefe de la Policía Local en Caravaca de la Cruz fue investigado por una presunta trama de enajenación ilegal de vehículos»): Jesús Fernández Bolaños, jefe del instituto armado en el puerto de Valencia, por una red de narcotraficantes que introducía grandes cantidades de cocaína a través de dicho puerto. Es cierto que lo primero que causa escuchar estas noticias es estupor, tristeza y mucha inseguridad. Pero también, al menos a mí, me surge la pregunta de ¿qué precio tenemos para convertirnos en unos corruptos?
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La fragilidad del ser humano para dejarse corromper es casi inherente a su naturaleza, que se lo pregunten, si no, a Judas Iscariote. Nos gusta pensar que somos íntegros, que nuestros valores son inquebrantables. Pero luego la vida nos pone a prueba con una combinación perfecta de tentaciones, presiones y desesperación. Pongámonos, por ejemplo, en la piel de un agente que se enfrenta al narcotráfico. Día tras día ve pasar ante sus ojos toneladas de cocaína incautadas que representan millones y millones de euros, mientras su nómina a duras penas alcanza para pagar el alquiler. El buen hombre contempla cómo los narcos, con abogados mejores que sus manuales de procedimiento, se pasean sonrientes por las calles apenas días después de haber sido detenidos, mientras él se ha jugado la vida para detenerlos. ¿Quién no se sentiría tentado a aceptar un 'sobrecito' para aliviar esa frustración? Porque sí, hay que ser honestos: la corrupción no siempre nace de la avaricia, sino de la desesperación o, más cínicamente, del hartazgo.
Justo hace unos días volví a ver a ver la magnífica película 'Los intocables de Eliot Ness', protagonizada por unos impecables Kevin Costner y Robert de Niro, como el policía incorrupto y el mafioso que todo lo pudre, respectivamente. Y al hilo de lo que estamos hablando, me hizo cuestionarme si, en algún momento, nuestros policías corruptos llegaron a recibir amenazas veladas o si llegaron a sentir la sensación de estar luchando contra un monstruo de mil cabezas mientras sus hijos caminaban al colegio solos. ¿Quién no ha sentido miedo por sus seres queridos?
Al final, todo se reduce a una gran ironía: aquellos a los que les pedimos que arriesguen su vida para mantenernos seguros son los que más expuestos están a pasarse al enemigo. Y, ojo, no se trata de justificarlos. No se puede justificar que alguien con un uniforme y un deber se venda, ya sea por miedo o por ambición. Pero sí convendría, como sociedad, preguntarnos cómo es posible que el sistema deje más expuestos a los agentes que a los delincuentes. Porque el problema no es solo de manzanas podridas; también es del árbol que las produce.
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Quizá por un millón de las antiguas pesetas nadie volvería la cabeza para mirar para otro lado, pero... por un millón de euros, tal vez más de uno se haría el distraído (y no digamos ya por veinte). Por eso me gusta tanto la película antes citada, porque dentro de toda la basura corrupta que es capaz de producir el dinero, dentro de toda esa oscuridad, de la impotencia al comprobar cómo se pueden comprar voluntades y vidas..., ellos, los policías intocables a la corrupción, son capaces de dar sus vidas (como los 'guardiciviles' de Barbate) para demostrar que siempre hay una luz de esperanza. Que estos sonados casos destapados de jefazos llenos de mierda son solo una gota en el inmenso océano de todos aquellos capaces de ver pasar los fajos de billetes ante ellos como el que contempla un desfile de excrementos.
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