Según el calendario cristiano, hoy se celebra el Día de los Fieles Difuntos, aunque muchos de nosotros lo conozcamos como Día de las Ánimas. Recuerdo que, de niña, mi abuela me hacía levantar pronto de la cama para engalanarla con el mejor ajuar bordado a ... la espera de que las ánimas de nuestros ancestros llegaran a descansar en ellas. Poco antes de que dieran las doce, iba colocando en una perola llena de aceite unas... ella las llamaba mariposas, que consistían en una diminuta mecha enganchada a un pequeño soporte de corcho que las mantenía encendidas sobre el aceite. Una por su madre, otra por su hermana, por su padre, su marido... sus tres hijos... Luz para que esas almas reconocieran el camino familiar de regreso. Cuando terminaba, me miraba con una tristeza infinita y me decía: «Cuando se tienen tantas mariposas que poner, ya sobras en este mundo. El alma ya te está pidiendo irte con ellos». Yo pensaba que todos los que constituían mi universo familiar estaban conmigo y que todavía no tenía que poner lamparillas por nadie.

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Esa niñez mía ―en la que el Día de las Ánimas parecía ser una especie de ritual tan extraño como fascinante ha quedado muy atrás, y a veces me sorprendo al notar cómo, de adulta, esas mariposas flotantes que mi abuela encendía se han convertido en símbolos de esperanza para mí.

Ser cristiana católica, más exactamente me brinda una paz profunda. Creer que la muerte es solo una puerta que se abre a una realidad diferente, a una vida en la que el dolor y las preocupaciones se desvanecen, es un consuelo inmenso. No es algo que intente imponer, ni siquiera debatir. Es simplemente una certeza que llena mi corazón de serenidad y me acompaña en los momentos de duda o tristeza. Hay algo enormemente hermoso en pensar que, cuando partimos, nos reencontraremos con quienes amamos, con aquellos por quienes, como mi abuela, pusimos y seguiremos poniendo mariposas para iluminar su camino. Esa promesa de reencuentro, de paz, me da un sentido especial de alivio.

Esta esperanza en la vida eterna es algo que en la fe cristiana se ha nutrido durante siglos y que hoy también se respalda, aunque en parte, desde una perspectiva científica. El doctor Sans Segarra –quien ha trabajado extensamente con pacientes que, habiendo muerto clínicamente, han regresado a la vida– insiste en los testimonios de esas personas que parecieron cruzar la frontera entre lo temporal y lo eterno, y que luego volvieron para contarlo. Todos ellos revelan algo asombroso: no solo ven sus propios cuerpos desde afuera, sino que son capaces de describir con detalle lo que ocurre a su alrededor mientras sus corazones ya no laten y sus cerebros no presentan actividad. Algunos incluso hablan de ver no solo la habitación del hospital, sino más allá de ella, como si desde otra perspectiva pudieran observar desde el cielo, o con una mirada que trasciende lo físico, lo que está ocurriendo en otros rincones del hospital.

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Para el doctor Sans Segarra, aunque la ciencia aún no dispone de todas las respuestas, estos testimonios sugieren que hay algo en nosotros que no se ciñe a lo que el cuerpo físico permite. Algo que sigue percibiendo, que sigue existiendo más allá de los latidos y las ondas cerebrales. Sería lo que los creyentes llamamos alma, una presencia que sobrevive y que se desprende del cuerpo cuando este se da de baja definitivamente en el censo y ella se sube a la barca de Caronte.

Para algunos, estas experiencias podrían ser explicadas como alucinaciones o efectos del cerebro en situaciones límite. Sin embargo, el hecho de que tantas personas describan sensaciones similares, la paz que afirman sentir, la claridad con la que recuerdan lo vivido en esos breves segundos en que sus cuerpos estaban sin vida... Probablemente estamos ante indicios de una verdad que nuestra lógica humana aún no puede abarcar, pero que en lo más profundo de nuestros corazones anhelamos comprender.

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Así, mientras encendemos nuestras propias mariposas en este Día de los Difuntos o de la Ánimas, pienso que quizá no estamos tan lejos de esos seres queridos como imaginamos. Tal vez, mientras recordamos sus rostros, sus voces y sus gestos, ellos también nos observan, nos cuidan desde esa otra orilla. Quizás, cada luz que encendemos no solo los ilumina a ellos, sino también a nosotros mismos, recordándonos que la muerte no es final, sino la promesa de un reencuentro, de una paz que en su plenitud aún no podemos concebir.

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