Espero que, al igual que se hacen leyes para la protección de los animales, basándose todas en las pioneras y ejemplares leyes de protección de la naturaleza de Hermann Göring, genocida nazi y ecologista para la Historia, también haya un día en que se hagan ... leyes para la protección de las cosas con valor sentimental. Las cosas tienen un alma. Conservan un soplo, que permanece cuando del que convivió con ellas muchos años ya no queda más que algo de fósforo en polvo. «El bosque es gente», decía el Dersu Uzala del gran Kurosawa. Las cosas son gente.
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Por eso los anticuarios o los comercios de segunda mano son panteones, espacios sagrados. Quien destruye gratuitamente algo tenido como anacrónico pero con valor sentimental, por estupidez, por desprecio, porque sí, está matando algo que tiene una animación irremplazable, algo que no se puede ver pero existe. Si el Planeta tiene alma, el barato soldadito de plástico de kiosko de nuestra infancia también. A veces una casa se llena de ruidos sin procedencia clara: son el grito acumulado de las cosas que ya no están, porque alguien no las apreció y se deshizo de ellas de mala manera. Es el indescriptible lamento de lo que pudo ser.
Hay entes, a falta de mejor palabra, que no son ni humanos ni animales ni minerales, ni divinos ni mortales, que moran en el no sitio grisáceo que existe entre lo que llamamos el Aquí y el Más Allá. Es ahí a donde va parar, por ejemplo, ese aire de un viejo jarrón que perteneció a un ancestro y que destapamos un siglo después de que la pieza vibrara ligeramente sobre la chimenea con la música de sus últimas fiestas. A veces hay cartas dentro de libros de páginas aún sin cortar, o graciosos rizos de pelo rojo con los que en un muy próximo futuro podría clonarse exactamente a quien los llevó. Hay que tratar todo eso como si halláramos un ruinoso rosario que perteneciera a un santo. En todo eso hay algo que nos mira. Un algo que es el vigilante de la memoria de alguien. Si no se las trata con respeto las cosas que obtuvieron una ilusión un día, que fueron partícipes de ratos dichosos, sufren. Más que muchos humanos con la misma sensibilidad de la estopa. Y, a veces, cobra venganza.
Por eso adquiero pocas cosas que fueron de otros, y con extremo cuidado. Siempre esconden algo que pasa inadvertido, como esas catedrales que abundan de secretos signos labrados en la piedra que nadie sabe interpretar. Las cosas que tuvieron un valor sentimental, como los animales domésticos, deben aprender a reconocer a su nuevo dueño. Algunas vienen muy 'aperreadas' por la falta de aprecio, por el olvido, y debemos susurrarlas para que confíen. Hay noches en que despierto y aún escucho como un leve ruido muy lejano, a ráfagas, y pienso que es el quejido de las cosas inolvidadas y perdidas en las que coloqué mis imaginaciones, que vagan sin esperanza de volver a encontrarme.
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