Como hizo con Barack Obama y George Bush, el profesor estadounidense Dan McAdams escribió un libro sobre el perfil psicológico de Donald Trump, a quien calificó como un «hombre episódico» que ve la vida como una sucesión de batallas que debe ganar. No hay conexión ... entre esos momentos porque, decía este investigador, el expresidente estadounidense vive compulsivamente en el presente. «Trump siempre está actuando, siempre en el escenario, pero eso es lo que realmente es, y eso es todo lo que realmente es. No es introspectivo, retrospectivo o prospectivo. No profundiza en su mente; no viaja al pasado ni se proyecta hacia el futuro. Siempre está en la superficie, siempre en este momento», dice McAdams.
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En nuestros tiempos de pasmosa liquidez, esos rasgos se repiten con mayor o menor intensidad en la gran mayoría de políticos contemporáneos, independientemente de su orientación ideológica o de su grado de convicción en los principios democráticos. En cierta forma, Pedro Sánchez también es un 'hombre episódico', que se enfrenta con una asombrosa convicción de victoria, como se está viendo estos días, a cada nueva batalla política, sin que se sienta comprometido por lo que dijo o hizo en las anteriores. Una cosa es mentir y otra cambiar de opinión, le dijo al periodista Carlos Alsina, una verdad de cajón con la que escapó por una puerta falsa de una pregunta directa y comprometida. Su identidad narrativa es la de un superviviente nato y por eso siempre parece encontrar una salida cuando se percibe en situación de riesgo. A cualquier otro político, la rebelión de sus barones en 2016 le hubiera supuesto un traumático golpe con secuelas en su personalidad, pero en su trayectoria vital no se aprecia ningún arco de transformación. En lo personal no parece existir un antes y un después. Por instinto de supervivencia y una innegable habilidad estratégica, reaccionó a la derrota con elecciones anticipadas coincidiendo con la negociación de los pactos autonómicos entre PP y Vox, lo que aparentemente le está dando réditos. Tanto es así que quien parte como favorito para el 23-J, Alberto Núñez Feijóo, está mostrando síntomas de debilidad. Se aprecia en los vaivenes de criterio en los pactos con Vox y en su reticencia a participar en un debate electoral a cuatro, un signo de conservadurismo de quien se siente por delante en las preferencias de los españoles, aunque también podría interpretarse como un síntoma de inseguridad. Gran parte de la estrategia del PSOE está consistiendo precisamente en intentar demoler la identidad narrativa que acompañaba a Feijóo, la de un político que, por solvencia personal, ganaba reiteradamente por mayoría absoluta en un territorio donde naufragaron las mareas de Yolanda Díaz y la formación de Abascal no logra penetrar.
Todo apunta esta vez a que la campaña electoral será decisiva y que se dirimirá a la postre en las intervenciones televisivas de los candidatos, que tratarán de proyectar la falta de credibilidad de sus respectivos adversarios. Dicho eso, no tengo tan claro que el debate sobre quién miente tenga a la postre efectos electorales. En sociedades tan polarizadas como la nuestra, faltar a la verdad no suele pasar factura. Si Boris Johnson tuvo que dimitir tras mentir sobre sus fiestas durante el confinamiento fue porque fueron los suyos quienes le empujaron a hacerlo. Pero en Estados Unidos, un país completamente dividido en dos grandes bloques como el nuestro, Donald Trump miente compulsivamente y sus índices de aceptación entre los estadounidenses no se ven mermados.
Explican los expertos que sus engaños no son socialmente sancionados porque sus seguidores lo perciben como una herramienta más de su batalla contra sus oponentes. Incluso los psicólogos han creado un nombre ('mentiras azules') para las falsedades que se admiten cuando son percibidas en el marco de la búsqueda de un supuesto bien colectivo. No hay reproche moral para estos comportamientos. Basta con asomarse a las redes sociales para ver cómo los militantes de los partidos afean las presuntas mentiras del líder rival pero nunca las del propio. No solo es una cuestión de fe ciega y del ejercicio de una militancia sin autocrítica. También hay un punto de ira que es fácilmente manipulable en parte del electorado, aunque sea a costa de degradar la confianza en las instituciones y valores democráticos. Que el deterioro del valor de la palabra y de los compromisos adquiridos ante los electores se normalice indica que no vamos por buen camino. Todo es líquido y maleable. «Mi palabra no es tan importante como el futuro de los extremeños», dijo la popular María Guardiola para justificar el pacto con Vox que días antes rechazaba vehementemente. ¿Mentira o cambio de opinión? Difícil saberlo, apesta igual, aunque en un par de días se habrá olvidado.
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