No va a quedar tierra que cavar para tanta tumba ni casas que habitar. Es urgente parar el horror desatado sobre la población palestina de Gaza. ¿Cuántos niños más serán asesinados por los bombardeos israelíes antes de que acabe este delirio? ¿Cuánto más deberán esperar las familias a que Hamás devuelva a los rehenes cautivos?
En su última y espléndida novela, 'Madre de corazón atómico', en la que evoca la figura de su padre, el escritor Agustín Fernández Mallo escribe que cuando mueren los seres queridos de alguna manera resucitan en nuestras mentes. Hay una vuelta inmaterial a la vida que, cuando implica a personalidades desaparecidas, adquiere en ocasiones tintes descabellados si detrás de ese ejercicio de evocación y memoria se persigue una instrumentalización ideológica. Solo así se explica que los nostálgicos del franquismo recuperen en sus concentraciones una canción de Cecilia, brillante y rebelde cantautora que falleció en un accidente de tráfico en 1976 y cuyas letras conocieron la tijera de la censura. La autora de 'Mi querida España' tuvo que enfrentarse a un tribunal de orden público en 1973 por la letra de 'Un millón de sueños', que iba a llamarse 'Un millón de muertos'. Cecilia argumentó que aludía a la Guerra de los Seis Días entre israelíes y árabes, de la que fue testigo en 1967 en Amman (Jordania). Allí vivió con su padre, entonces embajador de España en ese país que, a resultas de esa guerra relámpago, perdió toda Cisjordania.
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Siete años después, por la misma razón que ella, yo viví en Jordania en la misma vivienda. En 1974 Cecilia ya era una artista reconocida en España y yo un niño de 13 años que fantaseaba con la posibilidad de que las musas que inspiraron a la cantautora bien podrían aparecérseme a mí en la habitación donde ella componía. Durante un año asistí a clases de inglés y francés en un colegio jordano en el que yo era el único extranjero. No fue fácil al principio. Había que hacerse entender. Pero por pura necesidad, en situaciones así se aprende rápido. No queda otra. Y, además, a ciertas edades no hay idioma más universal para trenzar y estrechar amistosas complicidades que el que propicia el juego con un balón. Tan singular etapa vital resulta imborrable. Hoy provoca que me sobrecoja aún más cuando contemplo cómo muchos de los niños que están siendo asesinados en Gaza tienen la misma edad, el mismo origen, las mismas costumbres, religión e idioma que con los que yo compartía pupitre y jugaba al fútbol en el patio del colegio o en las calles de Amman. Tras la Guerra de los Seis Días, Jordania acogió a miles de palestinos. La mayoría acabaron en grandes campos de refugiados. Estaban a la vista junto a las carreteras secundarias del país. Aquel niño que fui quedó impactado cuando vio a otros de su misma edad entre cientos de chabolas de uralita instaladas en zonas áridas, no muy distintas a las que uno puede ver en nuestra Región.
En la Guerra de los Seis Días se rozaron las 20.000 víctimas mortales. Ahora, según cifras palestinas, más de 34.000 personas han sido asesinadas y más de la mitad de las casas y edificios de Gaza han sido destruidos desde el 7 de octubre. Y no se ve el final a este drama humanitario. Todo indica que las operaciones militares de Israel no acabarán tras la ofensiva en Rafah. Un asesor de seguridad nacional de ese país dijo el miércoles que continuarán al menos hasta finales de año. Israel estaba en su derecho de perseguir a Hamás por el salvaje ataque del 7 de octubre y a liberar a sus rehenes, pero en su respuesta se está produciendo una matanza masiva de palestinos inocentes. Tal es la intensidad de los bombardeos que Hamás ha ganado apoyos internacionales sin que Israel haya logrado la liberación de todos sus compatriotas cautivos. Ojalá que el reconocimiento de Palestina por España, Irlanda y Noruega tenga una utilidad inmediata para frenar la guerra, aunque me temo que no será así. Como escribía ayer en nuestras páginas Juanjo Sánchez Arreseigor, historiador y especialista en el mundo árabe, esa esperanza es ilusoria. La solución de los dos Estados impulsada por Naciones Unidas es sin duda el camino, aunque lo urgente ahora es un alto el fuego humanitario cuya consecución está en manos de Estados Unidos, principal aliado y proveedor militar de Israel. Será necesario luego un plan internacional para reconstruir la franja y avanzar hacia esa solución de los dos Estados, aunque sinceramente no la veo posible con el autocrático Netanyahu y sus socios de ultraderecha en el poder y Gaza bajo el dominio armado de los terroristas de Hamás.
Lo prioritario hoy es intentar poner freno a este horror antes de que siga su escalada. Como cantaba Cecilia, de lo contrario no quedará tierra que cavar para tanta tumba. ¿Cuántos hombres cuestan las victorias?, se preguntaba. Cuántos necesitarán los líderes de Hamás y del Gobierno israelí para parar este delirio. ¿Un millón de muertos? Suena en mi cabeza la canción de Cecilia, que en realidad sí aludía a nuestra guerra civil: «¡Cuánta hambre se ha pasado! Hambre por cada lado. Hambre de paz, hambre de hombre honrado». Pienso en Cecilia. Pienso en todas las víctimas acumuladas desde el 7 de octubre. Y releo a Fernández Mallo. Tiene razón. Los muertos reaparecen y se hacen presentes en nuestras vidas muchas veces y de mil formas distintas. Para lo bueno y para lo malo.
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