El veterano socialista se hizo un flaco favor a sí mismo, y a beneficio de quienes criticaba, con una ironía machista inaceptable. No puede alegar que sus palabras fueron tergiversadas. Sin que nadie le empujara, él solo se precipitó en unas aguas a veces sedientas de carnaza
Como preludio a un artículo elogioso de su nuevo libro, una crítica literaria le afeó hace unos días al 'apóstol' del Nuevo Periodismo, el genial nonagenario Gay Talese, un añejo tic narrativo que consiste en referirse a las mujeres por el color de su cabello, pero como sustantivo más que como adjetivo: «Una morena esbelta y atractiva», «una elegante rubia miel con cola de caballo»... Lo que dijo de Yolanda Díaz el octogenario Alfonso Guerra («le habrá dado tiempo entre una peluquería y otra para estudiar») es una ironía machista inaceptable, que a la postre terminó por eclipsar sus opiniones críticas sobre la posible amnistía a los encausados del 'procés' a cambio de apoyo a la investidura de Pedro Sánchez. Creo que Guerra y González tienen razón, como la tenía el presidente en funciones hasta que cambió de opinión por pura conveniencia. Así lo escribí aquí el domingo pasado. Pero también opino que esa ridiculización sexista de una voz discrepante no puede pasarse por alto. Los estándares de conducta apropiada evolucionan a gran velocidad y lo que hizo Guerra fue zaherirse con un bumerán en una sociedad que ya no admite gracietas machistas. Se acabó y está bien que así sea. Esto también importa.
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Los años 80 quedan lejos. Fue la década dorada de Alfonso Guerra. Había entonces cierta permisividad con los insultos y frases hirientes en política. Son cosas que se dicen en los mítines, se musitaba para quitar hierro a lo que se oía. Guerra despuntaba sobre los demás. «Dales caña, Alfonso», le jaleaban los militantes. En la campaña de las municipales y europeas de 1987, el año en que entré por primera vez en un periódico, Manuel Fraga (Alianza Popular) llegó a decir que Guerra era «el 'ayatollah' de las injurias». «No sé qué decir para que no se moleste la derecha reaccionaria, troglodita y cavernícola», respondía el sevillano. Fernando Morán (PSOE) tachó a Hernández Mancha (AP) de «parlanchín delirante» y este a su vez llamaba horteras a los socialistas por llevar aún pantalones de campana. «Ese muchacho cabezón que preside AP es más derechista que Fraga», terciaba Santiago Carrillo. Lo más polémico de esa campaña fueron las acusaciones de Ramón Tamames, candidato por IU a la alcaldía de Madrid, que llamó cocainómano al socialista Yáñez («hay secretarios de Estado que esnifan, Luis Yáñez esnifa y estoy seguro que hay otros muchos»). No contento con eso, Tamames dijo que los «socialistas deberían tratar con más respeto a los gays porque puede haberlos también en el Consejo de Ministros». Fin de las citas. (Se comentan solas).
Como sucede en otros ámbitos, las frases machistas y homófobas no han desaparecido por completo del mundo de la política. Lo que ha cambiado para bien es la tolerancia hacia ellas de una mayoría social. Alfonso Guerra se hizo un flaco favor a sí mismo, que favorece a quienes criticaba, porque en la conversación pública sus reprochables palabras sobre Yolanda Díaz anularon el eco del vergonzante viaje de la vicepresidenta en funciones para encontrarse con el fugado Puigdemont. No podrá alegar el veterano socialista que sus palabras fueron tergiversadas. Hasta en eso resultan extemporáneas. De la mano de las redes sociales impera una tendencia sin vuelta atrás: el fin de las fronteras entre lo que se dice y cuándo y dónde se dice. Un fenómeno que en el mundo de la comunicación se conoce como el 'colapso del contexto'. Las cosas que manifestamos en las redes sociales con una audiencia particular en mente pueden terminar llegando a otras audiencias muy diferentes, con resultados inesperados y a veces destructivos. Lo cuenta bien el propio Yoel Roth, el exjefe de seguridad de Twitter (ahora X) que catalogó como inveraz un tuit de Trump y tiempo después se vio sometido a una campaña de acoso por parte de los seguidores del expresidente, a raíz de la difusión en un periódico de mensajes que había publicado años antes, cuando aún era estudiante y solo le seguían familiares y algunos amigos.
Las redes sociales han servido para reprobar con cierto nivel de fundamento determinadas conductas de personajes públicos, pero en muchas ocasiones han propiciado auténticas cacerías personales, originando una peligrosa cultura de la cancelación que cercena la libertad de pensamiento y de expresión. Antes de Facebook e Instagram, la identidad personal estaba claramente diferenciada de la profesional. Nuestra imagen ante amigos, familiares y compañeros de trabajo podía ser diferente porque modulamos los mensajes en función de a quién nos dirigíamos. Pero con la inmersión total en las redes sociales, lo que hacen muchos políticos, se está expuesto al juicio de una sola audiencia multidiversa. Sin que nadie le empujara o malinterpretara, Guerra se precipitó en esas aguas, a veces sedientas de carnaza.
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