De todo cuanto se ha escrito y dicho para intentar explicar cómo Israel pudo verse sorprendido por el brutal ataque terrorista de Hamás me ha interesado especialmente una reflexión de Shimrit Meir, principal asesora del ex primer ministro israelí, Naftali Bennet. Y la razón principal es que Meir extrae conclusiones que son de interés para otras democracias igualmente polarizadas, como la española. La mayoría de los análisis se han centrado sobre todo en Hamás, grupo radical islámico que no representa a todo el pueblo palestino, aunque tiene un fuerte apoyo popular en Gaza. Durante los últimos años, mientras Hamás recibía dinero de Qatar, Israel pensó que esta organización no quería una escalada de la confrontación, sino afianzar su rol gubernamental en Gaza. Ahora parece evidente que tras el brutal ataque, probablemente apoyado por Irán, hay una letal estrategia para desbaratar el acercamiento entre Israel y Arabia Saudí, con los sentimientos que van a suscitarse en el mundo árabe con la brutal contraofensiva que va a producirse en Gaza.
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El gran interrogante es cómo pudo olvidar Israel que el objetivo último de Hamás es la destrucción del Estado judío. La explicación, según Meir, está en la profunda división política sufrida por su país. Durante los últimos cinco años se han ido sucediendo los procesos electorales y la constitución de gobiernos que iban cayendo uno tras otro. La polarización se incrementó aún más desde el regreso el pasado año de Benjamin Netanyahu como primer ministro. A partir de ahí, el desgarro interno alcanzó cotas sin precedentes. «Los israelíes se vieron inmersos en una guerra total, no contra los terroristas sino contra ellos mismos», dice Meir. Cuarenta semanas de involución democrática con la coalición gubernamental de derechas más radical de la historia del Estado de Israel y con su primer ministro impulsando una reforma para controlar el poder judicial, con el ánimo de librarse de las consecuencias del caso de corrupción que le afecta. «Como nación &ndashdice&ndash los israelíes actuaron como si pudiéramos permitirnos el lujo de una lucha interna cruel, de esas en las que tu rival político se convierte en tu enemigo. Dejamos que la animosidad, la demagogia y el discurso venenoso de las redes sociales se apoderasen de nuestra sociedad». Esa debilidad interna pasó el domingo una cruel factura porque siempre hay alguien esperando sacar provecho. Esa es la lección para otras democracias tan polarizadas como la israelí.
Nosotros, que celebramos el pasado jueves el Día de la Fiesta Nacional, deberíamos hacer una lectura reflexiva de estos acontecimientos porque la polarización también nos debilita. No tenemos la singularidad del histórico conflicto árabe-israelí y de la eterna confrontación entre chiíes y suníes. No sufrimos el fanatismo religioso. No hay odio en la sociedad y la violencia ha desaparecido. España no se ha roto, pero somos una nación desgarrada, polarizada y en muchos aspectos disfuncional, donde la crispación entre los dos grandes bloques se traslada a la calle. Una parte percibe que la otra convierte su relación con los nacionalistas e independentistas en toda una amenaza existencial para la nación española. Y el otro bloque siente que su legitimidad democrática, basada en acuerdos parlamentarios emanados de las urnas, está sistemáticamente cuestionada desde el otro lado. Con esta dinámica polarizante, España no se ha roto, pero su democracia y sus instituciones se están degradando a la vista de todos. Nos lo dice periódicamente el Consejo de Europa. Lejos de tender puentes, las dos formaciones con vocación de gobierno y sentido de Estado son incapaces de llegar a pactos guiados por el interés general y se apoyan en las formaciones más radicales situadas en sus extremos. La principal víctima es la independencia del poder judicial. La lucha que desde hace años mantienen por su control impide el desarrollo constitucional. El PP bloquea la renovación del CGPJ a la que obliga la Carta Magna y el PSOE politiza la Fiscalía General del Estado poniendo al frente a una exministra, logrando a la vez la mayoría progresista que buscaba en el Constitucional, ahora presidido por Conde Pumpido. No somos ni Polonia ni Hungría ni Israel, pero pocas lecciones podemos dar en esta materia.
Ahora toda España está pendiente de una negociación entre Sánchez y los independentistas, de los que depende para continuar en el poder y que a cambio de su apoyo piden un referéndum de autodeterminación e impunidad para los imputados por el 'procés', a través de una amnistía de más que dudoso encaje constitucional. Divididos por el reto separatista, no deberíamos olvidar a quién beneficia esa polarización tan debilitante y cuál es el objetivo de los independentistas, al que no renuncian ni incluso por la vía unilateral después de la posible concesión de una amnistía. Otra huida hacia adelante, bordeando de nuevo el precipicio.
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