Acabamos de celebrar el Día del Agua en este país que, a pesar de las últimas lluvias, padece una sequía más que considerable. Las publicaciones que desvelan las particularidades de este líquido elemental han proliferado poniendo luz donde había oscuridad. Yo, por ejemplo, desconocía que ... el año hidrológico, como el escolar, comienza en octubre. Leí con interés un informe que decía que este invierno había sido el más seco desde 1960 y que había llovido un 41% menos de lo normal.

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Desde la ventana desde la que escribo en el País Vasco recuerdo el mes de noviembre como una pesadilla húmeda y tenaz en la que no había un día en que una no tuviera que pelearse con el paraguas. Aquello era un regadío de tristeza que nos mantuvo mustios y reumáticos durante una buena temporada. Las cifras sobre la falta de agua me parecían insólitas. Ya sé que nunca llueve a gusto de todos y que aquí lo de mantenerse a remojo es una aceptada actitud, pero de Burgos hacia abajo la cosa está muy seria. El informe de marras ponía los pelos de punta al recordar que en los últimos cincuenta años los episodios de calor extremo y de sequías en Europa se habían triplicado y que los embalses, sujetos a estos fenómenos, no solucionaban demasiado.

Para terminar, un titular de esos que la prensa pone en negrita y con un cuerpo de letra visible sin gafas decía que la falta de agua mataba a más niños que las balas. Con este panorama, estaba a punto de mandar al cuerno el tema cuando, al pasar página, me sorprendió leer que el 23% del agua se perdía en las canalizaciones. Me quedé mirando al horizonte y recordé a mi abuela Matilde contestando al saludo del presentador del informativo y devolviéndole aquel «Buenas tardes» tan educado y perplejo. Yo, como ella, estoy lejos de entender muchas cosas y aunque me resista como gato panza arriba a que la tecnología me retire, el asunto del agua es incomprensible. Resulta que somos capaces de viajar a la Luna, de reorganizar un planeta convulsionado por una pandemia sin que se nos mueva el tupé, de crear un gaseoducto que transporte el gas desde Argelia a pesar de las decisiones gubernamentales, de montar una red de trenes de alta velocidad que llega a casi todos los sitios, y sin embargo no somos capaces de canalizar el agua que nos cae a raudales en este lugarcito del planeta al que, ¡maldita sea!, nunca llega el tren. La misma que no ven en Sevilla donde sí tienen tren o en otros rincones donde la tierra se cuartea en cuajarones de pobreza.

Francamente, hay cosas que me resultan difíciles de entender aunque no tengo ni idea de si perforar el subsuelo en busca de acuíferos es mejor o más barato que enviar lo que nos cae del cielo.

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