Son las tres de la tarde. La hora perfecta para degustar el increíble almuerzo que me ha preparado mi novia. En la televisión aparece el telediario, le presto poca atención. Esto cambia en un segundo al escuchar las palabras «crisis medioambiental» referidas al Mar Menor. ... Una frase que me hace tener un 'flashback' a un tiempo distinto: a mi niñez cuando disfrutaba recorriendo esa mágica albufera. Sí, digo mágica porque para mí lo era. Allí se encontraban muchas especies como la anguila europea, la nacra e incluso, se podían ver caballitos de mar. Ahora todo es distinto.
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Sigo escuchando el parte de las tres. Pienso que tras el manido debate competencial se oculta el interés real sobre quién se hace cargo de la factura. A mi juicio, lo ocurrido en el Mar Menor es una clara violación del sistema internacional de Derechos Humanos. Y siendo así, la protección del medio ambiente corresponde a las instituciones del Estado, especialmente al Gobierno central y el autonómico. Y las empresas vienen obligadas a respetar los ecosistemas donde operan y, en el caso de causar daños, hacer frente a la reparación de los mismos. Así que intentar despachar esto proponiendo que el dinero lo ponga otro es un auténtico dislate.
Por cierto, ahora que tanto gusta poner como ejemplo lo ocurrido en Portmán, convendría recordar que Peñarroya (que se fue de rositas) contó con la complicidad de unas administraciones públicas porosas a la corrupción, una universidad acomodaticia y una sociedad civil que a la hora de la verdad se debatía sobre un falso debate de intereses en conflicto: empleo vs. medio ambiente. ¿Algo nuevo bajo el sol?
Ahora a los empresarios les toca mover pieza –especialmente a los del sector agroalimentario–, porque ya han sido condenados por lo ocurrido en la laguna salada, incluso por otros coautores del ecocidio. Coincido con ellos en que no son los únicos responsables.
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Una vez más, el motor de cambio será más la conveniencia que las convicciones, pero de alguna manera hay que empezar a evitar los daños reversibles. Contar con interlocutores como la Fundación Ingenio es una suerte. Su labor más urgente es desplegar todas sus facultades de diplomacia interna para convencer a los propios que solo hay un camino: un cambio de modelo agrario que asuma que la ecología y la economía deben hacerse compatibles. No hace falta que desaparezca la totalidad de la actividad. Solo que se comporten y cambien de época. Y también explicarles algunas cosas a quienes ejercen la competencia desleal desde la ilegalidad.
El Mar Menor precisa de empresas conscientes de los errores del pasado. Necesitan recalcular la ruta: su propósito que es lo que les guía, su misión que es lo que les empuja, su visión que es a lo que aspiran y el impacto es lo que importa. Y cuando tengan resuelto todo esto, comunicárselo cagando leches a todos sus grupos de interés. Este es el único camino para volver a conectar con clientes, trabajadores, consumidores, ciudadanos... pues todos ellos están a la espera de algo que les mueva y les haga sentir parte y protagonistas de la solución. De esto va eso que llaman Responsabilidad Social.
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Muchas veces las empresas pueden ser parte del problema, pero también gran parte de la solución. Apostar todos los números a la desaparición del sector en la zona conllevaría a un inminente conflicto social y la necesaria puesta en marcha de un plan de reconversión económica.
Dicho esto, no es aceptable que las empresas se dediquen exclusivamente a ganar dinero. Deben involucrarse en la resolución de los problemas que ellas mismas han creado. Tienen que dejar de barrer para los lados y asumir sus propias responsabilidades. Y hacerlo desde su independencia real del poder político, evitando convertirse en muletilla del Gobierno regional que, a todas luces, es el máximo responsable institucional de lo ocurrido.
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Alinear sus políticas con los objetivos de desarrollo sostenible y la responsabilidad social de las empresas les puede echar un capote para redefinir su propósito, lo que les ayudaría a mejorar su reputación y recuperar la licencia social para operar. Porque cuando la razón de ser de las empresas es únicamente la maximización de los beneficios de sus propietarios se produce un inevitable distanciamiento social y moral.
El objetivo de este artículo no es exonerar a ninguno de los responsables de lo ocurrido, sino sumar e involucrar a los agroempresarios para resolver el problema y no para agudizarlo. Los esfuerzos de la Fundación Ingenio para trasladar a la sociedad que hoy las tecnologías hacen posible la compatibilidad entre agricultura y medio ambiente me parecen muy loables, pero quizá sería más efectivo explicárselo también a algunos de sus compañeros de viaje y ponerse manos a la obra como si no hubiera un mañana. Porque igual no lo hay.
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