Son los fallecidos durante 2020 a causa de la Covid-19. Una pandemia que nos ha vuelto a enseñar la importancia de la salud. Y lo mucho que nos queda por hacer. Pero cuando hablamos de salud, no debemos olvidar la clásica definición de la Organización Mundial de la Salud (OMS): «Bienestar físico, psicológico y social, y no meramente la ausencia de enfermedad».

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A mi juicio, habría que añadir también la dimensión espiritual: el bienestar espiritual, esa sensación de estar a bien con uno mismo y –para los creyentes– sentirse en comunión con los hermanos y con la trascendencia.

Este virus ha puesto de manifiesto un incremento de necesidades físicas (especialmente las ligadas a la salud, sin olvidar la alimentación y el descanso), psicológicas (el miedo a contagiarse del virus, la angustia del que se queda sin empleo y no cobra el ERTE..., la ansiedad del confinamiento, la desesperanza frente a un futuro incierto...) y sociales (el incremento de la violencia doméstica: la mujer víctima todo el día encerrada con su maltratador; el aumento de violencia en entornos profesionales y escolares: acoso, conflictos interpersonales entre compañeros). Pero no debemos olvidar que para muchas personas toda la situación de emergencia ha supuesto también una ruptura existencial, un grave malestar espiritual que ha afectado a nuestros hábitos más profundos, a las creencias más enraizadas sobre nuestro lugar en el mundo, a la relación con los demás, a la apreciación de la bondad y la maldad humana, al discernimiento de la responsabilidad o irresponsabilidad de nuestros semejantes... Sufrimientos que van a perdurar más allá del tiempo de vacunación.

Muchas personas han sufrido un desgarro emocional muy profundo, se han sentido apartadas, aisladas, encerradas y abandonadas. El paradigma de este abandono, cómo no, han sido las personas más vulnerables de nuestra sociedad: los ancianos que no podían ver a sus hijos o nietos, los discapacitados que no podían salir con sus cuidadores a relacionarse con los demás, los niños imposibilitados de jugar con otros niños más allá de las relaciones 'online'...

Todas estas necesidades que ya existían, ahora con la pandemia las vemos aumentadas. Es más, si antes eran patrimonio de los grupos más desfavorecidos de nuestra sociedad, ahora son necesidades que todos hemos sufrido: no hemos podido ver a nuestros padres y madres que viven en otras comunidades autónomas, ni visitar a las personas en residencias, ni ayudar a aquellos que peleaban por romper la cadena hereditaria de la marginación, ni siquiera ir a visitar a los mayores solos en su casa, ni prestar un apoyo a las mujeres maltratadas, por no mencionar el número de conocidos que se han quedado parados. Al final este compendio de carencias físicas, psicológicas, sociales y espirituales nos ha explotado ante nuestros ojos. Porque, si algo tienen las situaciones críticas y de emergencia, es que hacen ver la vida y sus miserias tal cual son, del mismo modo que el niño vio al emperador desnudo en el cuento de Hans Christian Andersen.

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La mayoría de la ciudadanía sabemos que la gestión de la crisis del coronavirus por parte del Gobierno de España ha sido muy mejorable. Al Gobierno central le ha faltado, como mínimo, capacidad de anticipación y una mayor transparencia en los datos. Por otro lado, el uso político de la pandemia por parte de algunas comunidades autónomas también ha sido un poco nauseabundo: «No me gustan las personas que son capaces de subirse encima de un muerto para parecer más altas». Pero hay que pensar que no solo son las administraciones las responsables de luchar contra la pandemia y afrontar las necesidades de las personas. No, somos todos responsables, tanto a nivel individual (voluntarios), como cuando formamos redes de colaboración público-privadas.

Sin duda alguna, la lección que se debe sacar de este maldito virus es la necesidad urgente de evaluar la eficiencia de todos los miles de millones de euros destinados a la gestión social y sanitaria y, al mismo tiempo, apostar definitivamente por las alianzas público-privadas en la gestión de las necesidades sociales, sanitarias y también educativas (la pandemia ha afectado mucho al aprendizaje de los más pequeños). Porque en una sociedad abierta y avanzada, somos también nosotros, los ciudadanos organizados, los que tenemos la responsabilidad de actuar para crear una sociedad más justa, más misericordiosa con los más vulnerables y dependientes, más igualitaria y más responsable.

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Por ello, me gustaría dedicar el último artículo del año a todas y cada una de las más de 50.000 personas fallecidas durante 2020.

Y a todos ustedes, desearles mucha salud y felicidad para el año 2021, porque como bien nos dice el Papa Francisco: «La felicidad está en la vida». Nos vemos aquí.

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