Nunca retroceden, jamás se quejan. Y a veces mueren. He estado con ellos en bastantes ocasiones -por razón de mi profesión-, en las que los he visto salvar vidas y ayudar a los ciudadanos, siempre en circunstancias extremas. Los he visto regresar a los parques ... exhaustos después de haber apagado incendios, buscado desaparecidos, salvado a personas en el límite de la existencia, o de haber recuperado vidas -en el mejor de los casos-, entre hierros retorcidos.

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Siempre pensé que debía ser difícil de compatibilizar con una vida normal fuera de turno, pero ninguno me habló nunca de sus fantasmas, aunque deben tenerlos. Debe ser complejo hacer esos servicios a la sociedad -convivir con el dolor y el horror-, y después irse a casa a amar a la pareja y arrullar a los hijos.

Y si todo esto fuese poco, cada vez que hay alguna desgracia extraordinaria en cualquier otro lugar, siempre se presentan voluntarios para salvarnos. Admiro su fortaleza, sus habilidades y, sobre todo, su temple psicológico.

Conocí hace años al cabo Zamora por su interés en la fotografía. Herramienta que aprendió a dominar y con la que realiza trabajos que gozan de amplio reconocimiento. Trata diversos temas, está siempre inquieto, pero aquello que le apasiona es lo que mejor fotografía. Porque la mejor fotografía es la que contiene vida y pasión.

A él debemos esta singular exposición, que solo es posible por su doble condición de bombero y fotógrafo. Ha sido capaz de ver belleza en el caos -esa extraña belleza que encierran los rastros de vidas y sueños destruidos-, y construir estas naturalezas muertas que el fuego descontrolado propició. Esta muestra contiene también un homenaje a su profesión y a sus compañeros, con los que comparte vicisitudes y peligros.

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Él mismo dice: «Los bomberos estamos para salvarlo todo... con agua... o con fotografías». Esto, a mí, me da esperanzas.

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