«¡Guerra al potaje maldito!»
La riqueza gastronómica de la huerta de Murcia alcanzaba en Cuaresma su máximo esplendor
ANTONIO BOTÍAS
Domingo, 24 de febrero 2013, 02:04
Llegada la Cuaresma, contra cualquier pronóstico teológico, solo una cosa enfrentaba a los murcianos: el potaje. Y se dividían, aunque la mayoría cumpliera los habituales preceptos de ayuno, limosna y oración, entre quienes ensalzaban tan sabroso guiso y aquellos que, aún comiéndolo, lo maldecían.
El potaje de vigilia, con acelgas y bacalao o en sus interminables variantes, se convertía en comida generalizada en todos los hogares, salvo para aquellos murcianos que debieran observar un régimen especial o estuvieran enfermos. En estos casos, incluso, tampoco era fácil encontrar carne. Así lo anunciaba el 'Diario de Murcia', en 1894 al referir la existencia de «unas doce arrobas de carne, a lo más, para toda la población, en las mesas de la carnicería». Esto es: alrededor de 140 kilos. Dicha cantidad, continúa el 'Diario', «apenas si alcanza las necesidades de los enfermos, viejos, impedidos y exceptuados».
Algunos cronistas, como publicó 'Las Provincias de Levante', celebraban que ya hubiera pasado la Cuaresma, «y el fastidioso reinado de la insípida espinaca y el salado bacalao», exigiendo en cuartetas: «¡Guerra al potaje maldito!, ¡Guerra al prosaico garbanzo!, donde está el jamón y el ave, todo el mundo boca abajo». No extraña que, para evitar el consumo de acelgas, algunos ensalzaran las bondades de las habas, «que en este tiempo están buenas con cualquier cosa, como el jamón», concluía otro columnista.
No eran pocos, por otro lado, los que achacaban al guiso que no lograba saciar el hambre. «Nos sentamos a la mesa a la una de la tarde -advertía un periodista-. Nos presentan el potaje. Nos lo comemos. Pero amigo, a eso de la media hora comienza el estómago a decir: 'Aquí estoy yo'. Y pasamos la tarde más infame que darse puede».
Pero no todos pensaban igual. Tan sabroso resultó el potaje que los frailes de La Luz ofrecieron el Miércoles de Ceniza de 1883 que incluso fue digno de una larga crónica en el 'Diario'. El entusiasta redactor escribió que «los garbanzos recordaban el suave mazapán de Jijona y las espinacas cogidas en el huerto de La Luz, como las de nuestra vega, tan aromáticas como las rosas de sus famosos jardines».
El periódico insistía en que ningún comensal faltó a la vigilia. Aunque no se entiende la razón de martirizarse con el potaje, por muy sabroso que estuviera. Porque también se sirvieron hasta 8 clases de pescados, entre los que había meros con salsa de ajo-arriero, calamares rellenos «con su propia materia» y salmonetes de roca, sin contar los aperitivos de salmón, langosta y ostra portuguesa, queso mallorquín y pasas de Málaga. Incluso sobró tiempo para dar cuenta de un suculento arroz de pageles y calamares.
Las loas al potaje de Cuaresma se repiten año tras año. 'El Liberal' lo describirá como un «plato democrático», pues lo consumían los obreros habitualmente, con gusto lo tomaban los soldados, con él «se regalaban los frailes y las monjas, perfuma barracas de la huerta y es el alimento más sano y nutritivo que se puede dar a todos los que trabajan». José María Tornel, director del 'Diario', solo compara esta especialidad con el cocido aunque «de los garbanzos estamos hartos y hastiados los españoles».
A finales del siglo XX en Murcia se podía elegir entre las 32 clases de quesos que ofrecían los comercios. Rica variedad que se extendía a pescados y mariscos, objeto principal de consumo en Cuaresma. Aunque ya entonces, en 1896, los diarios advertirían de que quien hacía «penitencia con langosta y queso de plato, poco tiene que ofrecer en Dios, aunque se abstenga de la carne de ternera a 11 reales el kilogramo». Por aquellos años, el 'Diario' impulsaba una suscripción, llamada de los Josés, para recaudar fondos con los que atender a los necesitados en el día del Patriarca.
Las preferencias culinarias de los murcianos no se reducían al potaje. Antes bien, la Cuaresma siempre fue un tiempo prolífico en lo gastronómico, hasta el extremo de que no pocos aguardaban casi impacientes su llegada para recuperar las comidas tradicionales. Entre ellas existía el llamado gazpacho de Cuaresma, en el que se sustituía la carne por guíscanos y atún, o el bacalao con caldo de hinojos, sin más adornó que un huevo escaldado y unas ñoras.
Un surtido increíble
Los anuncios en prensa de los comercios de ultramarinos de la época nos presentan una sorprendente variedad de productos. La tienda de «comestibles finos» de Sánchez Pedreño, ubicada en la calle Platería, atesoraba una gran surtido de quesos (parmesano, mallorquín, del Ebro, roquefort, camembert, gruyer, mahonés, etc&hellip), junto a dátiles de Jerusalén, indios o del Sahara, ciruelas de Burdeos, mortadela de Bolonia, sardinas de Nantes, butifarras catalanas y ostras del Cantábrico, entre otros productos. Hasta la manteca fresca era «de Normandía».
El bacalao, de Escocia o inglés, remojado antes en descomunales lebrillos, se preparaba en fritos legendarios, esos que luego obligaban a los vecinos del común a pasarse la noche resoplando y empinándose la cántara. Incluía también el menú las tortillas de habas o de guisantes, que siempre se llamaron pésoles, o las berenjenas rebozadas en queso duro rayado y las empanadas de tomate y pimiento. Eso, sin contar la legión de legumbres y hortalizas en sus más originales formas de presentación, el hervido de bajocas (judías o judíos, según la clase) y la pava (coliflor) cocida, regadas unas y otras con limón o vinagre.
De postre, como no podía ser de otra forma, algunas natillas o flan de huevo, cuando no una fuente repleta de rodajas de naranja con azúcar y canela, acaso más propia de los huertanos que ni se paraban en la puerta de Sánchez Pedreño.
Por si la maestría de las murcianas entre pucheros no era suficiente, proliferaban pequeños tratados gastronómicos durante estos días. Uno de ellos, firmado por la duquesa de Mortell, se titulada 125 platos de vigilia. Para aquellos malpensados que acusaran a la aristócrata de no saber ni freír un huevo, ya se encargó ella de publicar otro libro: 120 maneras de guisar huevos. Y se quedó tan fresca.
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