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Historias de Jesús Abandonado: «La primera noche que dormí en la calle sentí un miedo atroz»

«La primera noche que dormí en la calle sentí un miedo atroz»

SOMBRAS ·

Un acercamiento al universo de Jesús Abandonado a través de sus usuarios

Sábado, 19 de diciembre 2020, 02:53

Durante los días que acudo a Jesús Abandonado intento no perder detalle de las caras de la gente. A algunos los reconozco de verlos en la calle, otros son rostros completamente nuevos para mí. Pero hay uno, en concreto, que me resulta extrañamente familiar, y sé que su presencia allí no encaja con el recuerdo que yo guardo de él.

Nos citamos en la terraza del CafeLab. Está cerca del comedor y el día es agradable, incluso extrañamente caluroso para ser diciembre. El camarero nos sirve dos expresos. Nos explica que se trata de la variedad Bourbon, con cuerpo cremoso y acidez cítrica y brillante, donde destacan los sabores a caramelo y frutos rojos. Miro al extraño que me es tan familiar y detecto que le incomoda tanta parafernalia. Imagino que, en determinadas circunstancias, la acidez cítrica y brillante de un café debe sonar a broma de mal gusto. No quiere que cite su nombre y me pide que ponga G. Así será, le prometo.

Te conozco, le digo.

–Claro, coincidíamos casi todos los días desayunando en el MiniBar.

(Vale, ya sé quién eres, quién eras. Pienso)

–¡Yo soy abogado, me dice, y tu eres publicista, ¿verdad?

Verdad. ¿Qué te ha pasado? ¿Cómo has llegado a esta situación?

«Pufffff», dice, como si no supiera por dónde empezar.

–Yo tenía una vida perfecta hasta hace ocho meses, pero tuve un problema con mi mujer y me fui a un hotel a vivir. Creí que era algo temporal y estuve quince días hospedado, pero llegó la pandemia y me tuve que ir de allí. Fue el 17 de marzo.

¿Y qué hiciste?

–Yo no había solucionado mi problema personal y no podía volver a casa. En Jesús Abandonado no había plazas libres, tampoco en RAIS. Me fui a un pabellón que había habilitado el Ayuntamiento, donde se supone que se podría dormir. Éramos casi seiscientas personas haciendo cola, había –incluso– fotógrafos de prensa haciendo fotos, pero cerca de las doce de la noche nos dijeron que finalmente no se abría (intuyo que, para entonces, los fotógrafos ya se habían marchado). Me dieron un saco de dormir y, de repente, me vi en la calle.

¿Cómo fue esa primera noche? ¿Qué sentiste?

–Miedo. Un miedo atroz.

¿Y no te preguntabas qué diablos hago yo aquí durmiendo en la calle?

–Claro. Me lo pregunté aquella noche y me lo pregunto cada noche, a cada momento.

¿Y qué te respondes?

–No lo sé. Sé que he cometido muchos fallos, pero todo esto me ha pillado en un momento complicado que me ha superado. Ha sido una mezcla de todo, problemas personales, profesionales, de salud. El cáncer me hizo mucho daño psicológicamente y estropeó mucho la relación con mi mujer. Me vino todo en muy poco tiempo y no he sido capaz de manejarlo.

¿Y el cáncer?

–De próstata y vejiga [me enseña la bolsa de orina que lleva pegada a su abdomen].

¿Ahora mismo duermes en la calle?

–Sí, así llevo desde marzo. Intento dormir a las afueras, lejos del centro, que es más peligroso. Siempre llego temprano, a las nueve y media o diez, y me levanto muy pronto, a las siete. No quiero que me vea nadie, sobre todo los niños, me da vergüenza.

[Se me ocurre preguntarle por qué.]

–Me da vergüenza porque a mí no me han enseñado esto, porque no es lo que yo he mamado, porque no es lo que yo he enseñado a mis hijos.

[A mí también me daría vergüenza, le confieso avergonzado, como pidiéndole perdón.]

«Dormir en la calle es muy particular», me dice. «Pero no te equivoques, lo peor no es dormir, es vivir en la calle. Todo el día sin hacer nada, dándole vueltas a la cabeza, pasando frío ahora en invierno, sentado en un banco. Sin ni siquiera poder hacer tus necesidades. ¿Dónde podemos cagar o mear los que vivimos en la calle?

[No sé qué responderle. Nunca me había hecho esa pregunta.] Son cosas muy básicas: ducharte, cagar. «Cuando no eres libre ni para hacer eso, uno va perdiendo poco a poco su dignidad, y sin dignidad no somos nadie. Hay gente en la calle que está quince días sin ducharse. Y no pasa nada... ¿O si pasa? ¿Tú qué opinas, Jorge?»

[Imagino que debe ser muy duro estar en la calle sabiendo que a pocos metros está la que era tu casa, en la que vivías hasta hace a penas unos meses. Una casa confortable, con tu cama, con tu ducha, con tu váter para cagar. Una casa a la que no puedes ir. El conflicto diario, continuo, entre la razón y el corazón al que se refería el filósofo Blaise Pascal.]

«Es curioso –me explica–, con la cantidad de veces que había pasado por aquí. La cantidad de veces que había visto la cola de gente... y ahora soy yo el que forma parte de ella».

Me dice que aquí, en Jesús Abandonado, hay gente muy buena, y que, en su opinión, saber que hay tanta gente que dedica su tiempo a los demás hace que la comida sepa mejor.

[Se vuelve a romper. Siempre me impresiona ver a un adulto llorar. Me estremece.]

«Pero no es solo cenar o comer», dice cuando se recupera. «Es casi más importante tener un sitio adonde ir, donde estar –donde hallarse, pienso–, para poder calentarte, resguardarte. Aquí los trabajadores sociales te intentan animar –se refiere al Centro de Día (CAI) de Jesús Abandonado–. Hacen actividades para que nos impliquemos, para que estemos ocupados. A veces vemos charlas de motivación. Pero, para la mayoría, es una forma de no estar en la calle. Si no me das de comer o de cenar, me busco la vida, o me lo pago yo, pero sin el centro de día me sentiría mucho más solo.

[Me habla del hambre, una palabra muy fuerte para los que vivimos al otro lado de esa realidad.]

Hay gente que desde que cena, a las ocho de la tarde, hasta que vuelve a comer al día siguiente, a las doce y media, no prueba bocado... Quince horas sin llevarse nada a la boca. Quince horas sin comer. Me repite. Por si no me he enterado.

–Así cada día. Eso te machaca, te destruye.

¿Y tu familia? ¿Conoce tu situación?

–No, yo no quiero dar problemas a nadie.

–Cuando hablo con mis hijos o voy a casa de mis padres solo quiero darles felicidad. Disimulo.

Pero le digo que una madre sabe, que un padre sabe. Que estas cosas no se pueden disimular. Él esquiva la pregunta y me repite que siempre pone buena cara. Dice que, a veces, su padre le pregunta por qué lleva los zapatos tan sucios.

¿Y qué le respondes?

–Me hago el sorprendido, como si no me hubiera dado cuenta.

Hay algo que no me quiere contar, que se guarda para sí mismo y le impide echar mano de una red familiar que nos ampara y que es la base de nuestra cultura mediterránea. Pero no quiero ahondar en esa herida. No soy quién para hacerlo, de hecho.

¿Crees que podrás salir solo de esta situación?, ¿no te estará jugando una mala pasada el orgullo?

–Yo he sido siempre un tipo duro. Durante estos meses, he creído que lograría superarlo, pero últimamente veo que la montaña era mucho más alta de lo que pensaba. Yo sigo enamorado de mi mujer –confiesa–, pero sé que no podré volver con ella. Tengo que pasar mi luto y espero que sea pronto, porque últimamente siento que me estoy dejando vencer y que levantarme cada mañana resulta cada vez más difícil. Yo tenía una vida perfecta hasta hace ocho meses. Pero ahora tengo el corazón roto.

No somos conscientes de nuestra extraordinaria fragilidad, lo fácil que puede llegar a ser que toda esa fina red de protección, que nos hace sentir a salvo de todo, se resquebraje, se rompa en mil pedazos dejándonos caer al vacío.

Nadie ha logrado explicarlo mejor que Pablo Tarso en su carta a los Corintios: «Si no tengo amor, no soy nada».

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