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Miguel Pérez todavía era menor de edad cuando en junio de 2009 terminó la selectividad y se matriculó en Bellas Artes con el afán de saborear las mieles de una vida bohemia y nihilista. Ese mismo mes, muy lejos del barrio de Santa María de Gracia en el que creció, el fotógrafo Menahem Kahana inmortalizó a tres israelíes del asentamiento de Yitzhar apedreando a cuatro jóvenes palestinos al sur de la ciudad cisjordana de Nablus. Doce años más tarde, el joven amante de las vanguardias ahora pinta iconografía bizantina en los ratos libres que le deja su labor como párroco en la iglesia de San Justino, a escasos once kilómetros de esta zona de enfrentamientos. Allí, el reportero Jaafar Ashityeh capturó el pasado 29 de junio la imagen de tres agricultores locales tratando de extinguir a varazos las llamas que un grupo de colonos había provocado para asolar sus campos de olivos.
Bajo la eterna sombra del conflicto, este murciano encontró en Oriente Próximo un cabo de luz al que aferrarse para escapar de «una crisis existencial muy fuerte». Tenía 17 años y se estaba «muriendo por dentro» cuando desde la organización católica Movimiento Neocatecumenal le prometieron que en la fe cristiana podría encontrar la libertad que ansiaba. «Así que me lo creí y en dos meses estaba en el seminario de Galilea», cuenta. En el corazón de Tierra Santa, al norte de Jerusalén, Miguel se vio apartado del ruido de las tascas y de las pinturas en las que plasmaba sus «sentimientos más angustiosos» para componer un nuevo lienzo al abrigo de la vida asceta del convento.
Un periplo salpicado por constantes amagos de abandonar el camino secular que en 2011 le llevó a afrontar un bautismo de fuego a orillas del Mar Rojo. En la ciudad de Eilat, donde el lujo turístico oculta la miseria del desierto, el joven neocatecúmeno descubrió la verdadera cara del sufrimiento. «Fue una experiencia muy fuerte ver a la gente que vivía allí en condiciones pésimas -relata Miguel-. Toda esa disolución humana me puso los pies en la tierra». Aunque no estuvo 40 días y 40 noches ni superó tres tentaciones como Jesús de Nazaret, el murciano se encontró con 20 años «solo en medio del desierto» y sufrió «malas experiencias con algunas personas». En la capacidad que allí desarrolló para «amar al otro en su debilidad», el religioso murciano encontró «una alegría que no había experimentado jamás». «A partir de ese momento entendí que seguir a Dios es lo mejor que me ha podido pasar», confiesa.
Decidido a entregar su vida a la Iglesia, el cuarto de los diez hijos de la familia Pérez Jiménez terminó sus estudios teólogicos en 2016 y fue enviado como catequista itinerante a una de las parroquias más grandes de Amán, en Jordania. Una tierra que, impermeable a los conflictos que azotan a sus países vecinos, todavía conserva «una mentalidad beduina». «Allí funcionan los clanes. Si quiero hacerme un documento del Estado y tengo a alguien de los míos dentro, lo voy a tener muy fácil; si no, va a ser mucho más complicado», ejemplifica. Sin lazos de sangre a los que recurrir, el principal salvoconducto del murciano fue su posición como sacerdote, un arma de doble filo que le brindó «todos los respetos», pero le obligó a «estar a la altura de ese estatus». Así, es frecuente que los curas participen en los encuentros que celebran los mayores cuando se produce un conflicto entre clanes: «En esas reuniones no puedes quedarte callado, tienes que tomar parte», destaca Miguel, quien todavía duda de su manejo del árabe: «Eso lo llevas en la sangre o no lo llevas, pero me defiendo».
El destino quiso que el pasado mes de agosto Miguel volviera a cruzar a la orilla occidental del río Jordán, aunque esta vez a una región «muy diferente a Israel y a Jordania». Al norte de Cisjordania, donde las fronteras levantan verdaderos muros, se encuentra la ciudad de Nablus, gobernada por la Autoridad Nacional Palestina. De mayoría musulmana, esta urbe acoge en la cima del monte Gerizim uno de los últimos reductos de samaritanos, al tiempo que en su extrarradio se encuentra el pozo de Jacob, donde la Biblia relata que se produjo el encuentro entre una mujer de esta pequeña comunidad hebrea y Jesucristo. En esta encrucijada de credos, el párroco murciano, con tan solo 29 años, está al frente de la iglesia de San Justino, en el barrio de Rafidia.
Desde allí es testigo del «ambiente agradable» en el que coexisten las tres fes y la «intención» que muestran los cisjordanos por «mantener esa convivencia». Y es que el día a día es «muy duro» cuando tu tierra se encuentra asedidada por los asentamientos de una potencia como Israel, que «amenaza tu existencia, tu independencia y tu identidad». Una vida acostumbrada al vértigo del filo de la navaja en la que la medialuna, la cruz y la menorá se envuelven en la misma bandera. «Aquí los une la cuestión ciudadana. Los mismos cristianos son palestinos y los samaritanos, aunque sus raíces son judías, también son palestinos y todos están orgullosos de serlo», detalla Miguel.
Como párroco español en Nablus, el murciano no solo representa a los cristianos, sino que su figura supone un destello de calidez en el frío del conflicto: «Todos ellos desean estar en Europa y se muestran agradecidos cuando ven que tienen a un europeo viviendo con ellos y que está feliz», describe. También actúa de confidente con sus fieles, que le trasladan preocupaciones compartidas por los occidentales como la «secularización» y la «desintegración familiar», pero sobre todo la asfixia que les provoca el país vecino: «Tienen la sensación de que nunca van a poder ser libres ni cumplir sus sueños porque Israel siempre va a estar ahí para tratar de oprimirles». No obstante, después de pasar siete años al otro lado de la frontera, Miguel trata de no tomar parte: «Estoy muy ligado al pueblo palestino, pero no pierdo el sentido objetivo de decir que aquí ya hay dos naciones, dos pueblos y los dos tienen derecho a estar».
Un equilibrio que ahora mismo parece imposible y que condena a los palestinos a vivir sin «un estado fuerte» y con «la sensación de que en cualquier momento esto se puede acabar». El propio Miguel se ha visto implicado «en situaciones de las que no sabía cómo salir» a ambos lados de la frontera, ya sea por «malentendidos en los 'checkpoints' con Israel», como por miradas amenazantes en barrios donde no era «bien recibido» como cristiano o le tomaban por «un espía israelí».
Como si se tratase del propio T. E. Lawrence, además de aprender a lidiar con los problemas de este rincón del mundo, el sacerdote murciano ha abrazado su forma de vida: «Desde hace muchos años tengo la certeza de que estoy donde tengo que estar y no me imagino en otro sitio». Queda poco en él del joven que solo deseaba «pintar y morir desesperado»; ahora sus aspiraciones pasan por seguir el camino del misionero «con la frescura de los primeros cristianos, sin estar fijo en un sitio ni tener cosas establecidas». Aunque aún prima en Miguel la búsqueda de una libertad que intuye en la entrega a Cristo y en los vaivenes de un conflicto interminable: «Prefiero una situación de inseguridad continua a una rutina en la que solo tienes que seguir la línea que te han puesto. Eso todavía lo tengo de revolucionario».
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
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