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La amenaza que los metales pesados generados por la actividad humana supone para la Antártida, un territorio que por ahora resiste como «santuario natural», ... preocupa a la Universidad de Murcia (UMU) desde al menos 2005. El cambio climático ha aumentado esa inquietud. El motivo es que, en estos dieciséis años, el riesgo de dispersión de partículas tóxicas sobre un ecosistema muy vulnerable ha crecido y que las previsiones de subida de las temperaturas a nivel mundial y deshielo de los casquetes polares para los próximos años elevan ese peligro.
Apenas unas semanas antes de la cumbre del clima de Glasgow, la COP26, una prestigiosa revista internacional sobre investigación en medio ambiente y salud publicó un artículo científico sobre la presencia de mercurio en altas concentraciones en pingüinos del Polo Sur. Su autor principal es el toxicólogo de la UMU Miguel Motas, y para actualizar los datos, obtenidos en las campañas antárticas estatales de 2005/2006 y 2006/2007 y hechos públicos con detalle ahora, realizará el próximo invierno (en el verano austral) una nueva toma de muestras en este continente. Lo hará durante dos meses, desde finales de diciembre, en un proyecto científico de la XXXIV Campaña Antártica Española.
En su tercera expedición, ya que también estuvo allí en 2014, el doctor en Veterinaria y profesor titular de Toxicología de la UMU trabajará junto a una investigadora del Instituto de Salud Carlos III y un especialista del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Y uno de sus objetivos principales será realizar un nuevo muestreo para ampliar la serie histórica (los resultados del segundo estudio están pendientes de divulgar) y conocer «la evolución» de la presencia en estos animales de mercurio, entre otros contaminantes ambientales inorgánicos y orgánicos.
Motas explicó a LA VERDAD que, según recoge el artículo publicado hace dos meses en la revista 'International Journal of Enviromental Research and Public Health', «las aves marinas son particularmente sensibles a este metal altamente tóxico, con capacidad de bioacumulación y biomagnificación». El motivo es que se trata de «especies longevas [situadas] en la parte superior de las cadenas alimentarias», por lo que acumulan el mercurio que llega a otras especies menores.
En especial, se nutren de un pequeño crustáceo llamado krill, que recibe la contaminación del mar. También consumen peces y calamares, que a su vez consumen krill. Así, se produce la «biomagnificación» del metal. Las concentraciones de mercurio son diez millones de veces superiores en la fauna depredadora que la presente en el agua y en la nieve. Otros depredadores son la foca leopardo y el skúa, un tipo de ave.
«Específicamente, sus plumas pueden ser útiles para la monitorización del mercurio, ya que acumulan principalmente su forma más tóxica y persistente, el metilmercurio», precisa Motas. Y añade que es «una muestra no invasiva, para causar el menor impacto posible en los animales». Por todo ello, señala el investigador madrileño, afincado en Murcia, repetirán el método de las anteriores expediciones: recolectar esa muestra de su organismo y analizar los contaminantes en el laboratorio.
En la primera campaña, los científicos cogieron plumas de tres especies (papúa, barbijo y pingüino Adelia) en siete lugares de la Península Antártica y encontraron que «el 93% de las muestras mostraron niveles de mercurio detectables». Además, constataron «que los más altos se encontraron en las plumas de pingüinos barbijo de la isla Rey Jorge, probablemente por ser la zona muestreada más cercana a la contaminación humana del continente americano». El nivel en uno de los individuos llegó a 12.530,8 microgramos por kilo.
Asimismo, «la bioconcentración y biomagnificación de mercurio parece estar ocurriendo en la red trófica antártica, dando lugar a niveles altos pero no tóxicos de mercurio en los pingüinos, similares a los encontrados anteriormente en las aves marinas del Ártico, el Océano Atlántico, el Índico y el Mar Mediterráneo». A juicio de Motas, este es un hecho «muy preocupante», pues el Polo Sur está más alejado y aislado de las zonas industrializadas que las citadas áreas, por lo que «cabría esperar que los niveles fueran muy inferiores».
Además, recuerda que el artículo científico –que desarrolla información incluida en una tesis doctoral presentada en la UMU por Silvia Jerez Rodríguez– advierte sobre la espada de Damocles que representa la crisis climática. «Las regiones polares, símbolos de la naturaleza salvaje, han sido identificadas como sumideros potenciales de mercurio proveniente de fuentes naturales y antropogénicas [actividades humanas desarrolladas durante décadas] en latitudes más bajas», recuerdan los científicos. Y avisan: «Los cambios en la cobertura de hielo que ocurren actualmente en algunas áreas como la Península Antártica podrían potenciar estos fenómenos y sus impactos en la biota local».
Para proteger este «paraíso», y en concreto la salud de los pingüinos, frente a daños neurológicos, alteraciones genéticas y otros problemas causados por el mercurio, Motas pide «preservar la Antártida con medidas firmes».
«Además de ser un santuario del planeta Tierra, la Antártida es el laboratorio de la humanidad y debemos protegerla avanzando en la lucha contra el cambio climático y tomando medidas sobre las numerosas actividades humanas que utilizan el mercurio: industria, metalurgia, minería, fabricación de papel, pilas, baterías...».
El científico Miguel Motas viajará a la Antártida junto a Marta Esteban, del Instituto de Salud Carlos III, y Andrés Barbosa, del Museo Nacional de Ciencias Naturales, del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Esta última entidad organiza la XXXV Campaña Antártica Española, en la que volverá a participar el buque oceanográfico 'Hespérides', que pertenece a la Armada y tiene su base en el Arsenal Militar de Cartagena. A él se subirán Motas y sus compañeros, previo viaje de unos 14.000 kilómetros en avión, primero hasta Chile y luego hasta la isla Rey Jorge. El lunes pasado, el buque oceanográfico 'Sarmiento de Gamboa', del CSIC, zarpó ya desde Vigo para reabrir las bases españolas en el Polo Sur: la Gabriel de Castilla y la Juan Carlos I.
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