![Las marcas de la Covid](https://s3.ppllstatics.com/laverdad/www/multimedia/202012/20/media/cortadas/1-kWhG-U1201107237735SFB-1968x1216@La%20Verdad.jpg)
![Las marcas de la Covid](https://s3.ppllstatics.com/laverdad/www/multimedia/202012/20/media/cortadas/1-kWhG-U1201107237735SFB-1968x1216@La%20Verdad.jpg)
Secciones
Servicios
Destacamos
En la mirada de los profesionales de la UCI de La Arrixaca hay diez meses de pandemia. Los surcos que las mascarillas, los gorros y las gafas protectoras dejan en sus caras son cada día un poco más profundos, llegan más adentro. Son las marcas visibles de jornadas interminables durante las que ven morir con impotencia a abuelos que les habían hablado de sus nietos, a padres que soñaban con ver crecer a sus hijos, a personas de mediana edad que nunca pensaron que el virus fuese con ellos. Es una huella que traspasa la piel y también la cámara de Enrique Martínez Bueso, que ha fotografiado a estos sanitarios justo en el momento en que se despojan del equipo de protección (EPI) bajo el que durante horas han sudado a mares, han sufrido y quizás hasta han llorado, pero bajo el que también han sonreído, han consolado e incluso han reído, porque en la UCI se convive con la muerte, pero también con la vida.
Francisco Navas, técnico auxiliar de Enfermería, atiende a LA VERDAD tras un turno nocturno que lo ha dejado molido. «Últimamente tengo siempre dolor de cabeza. Vamos con dos o con hasta tres mascarillas, y luego está el EPI. Nos pasamos prácticamente unas seis horas con el equipo puesto. Te mareas, te da angustia, no transpiras; físicamente es muy duro», confiesa. Durante todo ese tiempo, y mientras se trabaja con la sensación de estar en una sauna, la concentración debe ser máxima. «Tienes que estar atento a mil cosas; los pacientes de UCI son muy complejos. Pero llega un momento en que es difícil permanecer lúcido».
Lo peor, sin embargo, no es el desgaste físico, sino el impacto emocional después de tantos meses de batalla. «Estamos ya bastante tocados. No hemos tenido ayuda psicológica, y yo la necesito. Me apoyo en mi novia, que es enfermera; actuamos los dos de psicólogo del otro. La semana pasada me encontró llorando en casa. No podía más».
Francisco tiene 31 años y llegó a la unidad de cuidados intensivos de La Arrixaca en junio, como eventual. Durante la primera oleada había estado trabajando en la planta Covid del Santa Lucía. «La UCI es más dura, pero a los que estamos aquí nos enamora nuestro trabajo, nos encanta», reconoce. Vocación no le falta, pero a veces tiene que hacer un esfuerzo para no derrumbarse. «Ves situaciones terribles: un paciente joven que llega consciente y que parece que está bien, pero que muy rápidamente empeora y termina falleciendo. Es un virus muy puñetero y caprichoso».
La crueldad de la Covid también impresiona a la enfermera Alba Muñoz. «Si trabajas en un sitio como este estás acostumbrado a ver morir a pacientes. Pero no a esto, a tantos muertos en tan poco tiempo. No sé a cuántas personas he visto fallecer; sinceramente, a muchas», confiesa esta gaditana que llegó a Murcia procedente del Hospital Clínic de Barcelona el 1 de marzo, poco antes de que estallase la tormenta. «Vine a la Región por mi pareja, que también es enfermera. Me apunté a la bolsa de trabajo y el día 25 de marzo me contrataron. Hacían falta refuerzos y yo tenía experiencia en UCI», recuerda.
La primera oleada fue suave en comparación con lo que tuvieron que afrontar los compañeros que dejó en Barcelona, pero la segunda ha golpeado con toda su fuerza a la Región, hasta dejar exhaustos a los profesionales y sembrar de muertos los hospitales.
Desde el inicio de la pandemia, el coronavirus se ha cobrado la vida de 53 pacientes en la UCI de La Arrixaca. El mes de noviembre fue especialmente terrible. «Han muerto muchos enfermos, demasiados. Cuando ves los números te das cuenta de que también se ha salvado mucha gente, pero ha habido momentos en que tenías la sensación de que todo iba mal», relata la médica intensivista Ana María del Saz. Ella ha tenido que afrontar una tarea durísima, la de llamar a los hijos o parejas de sus pacientes para comunicarles el fatal desenlace. «La respuesta de los familiares ha sido impresionante, terminaban dándome ánimo a mí».
Cada día, Salud da a conocer el parte diario de fallecidos en la Región. Es un balance siniestro, un goteo de seis, siete, ocho o hasta doce vidas segadas en apenas 24 horas. Pero aquí, dentro de la UCI, no hay números. Son personas con un pasado, una historia, una familia, recuerda Francisco Navas. «En la estadística figura una cifra, pero para nosotros es Juan, un hombre divertido que se tomó las cosas con humor hasta el final; o Pepe, una persona con la que estableciste un vínculo porque te contaba sus preocupaciones cada vez que le atendías».
Uno de los enfermos que entró aquí en noviembre para no volver a salir fue José Antonio, un enfermero de 61 años que se contagió mientras trabajaba en primera línea, en Atención Primaria. Renata Smela fue una de las compañeras que lo atendió cuando ingresó en la UCI. «Al principio estaba consciente. Él me contaba sus cosas, teníamos gente en común. Luego fue empeorando hasta que murió. Me ha costado asumirlo». También para Antonio Pastor, otro enfermero, esta muerte ha supuesto un impacto especial. «Nos conocíamos porque estuvo un tiempo trabajando precisamente aquí, en la UCI de La Arrixaca. Estuvimos hablando de aquellos años. Pero luego empeoró y hubo que sedarlo e intubarlo, y ya no despertó».
La intubación es un momento crítico en la evolución de los infectados que ingresan en UCI. «El miedo a no despertar esta ahí -relata Francisco Navas-; a veces hay pacientes que se ahogan pero que intentan resistir. Les preguntan y aunque se ahoguen no lo dicen, son conscientes de que después de la intubación pueden no volver a despertar. Las últimas palabras se te quedan grabadas: te piden que les digas a sus familiares lo mucho que les quieren».
«Intento ser lo más humano posible en un momento así, ayudar a que sea una muerte digna. Si morir es jodido, morir solo lo es más». A Francisco, las lágrimas le asoman a los ojos. «Me dan ganas de llorar, me emociono contando estas cosas, pero me viene bien, lo necesito. Es bueno desahogarse», confiesa.
La soledad de los pacientes, afortunadamente, se ha ido mitigando con el tiempo. Al principio, el acceso de los familiares estaba completamente vedado, y la única forma de comunicarse era a través de móviles o 'tablets'. Pero conforme se han ido conociendo mejor las vías de transmisión del virus y los hospitales han estado mejor preparados, los protocolos se han ido relajando. Desde esta semana, los enfermos de Covid que permanecen en la UCI de La Arrixaca pueden recibir la visita periódica de un familiar, siempre con la debida protección.
Junto a los momentos más negros, en la UCI de La Arrixaca también ha habido espacio para la esperanza, rayos de luz en los que la vida se ha abierto camino contra todo pronóstico. Aquí todos recuerdan a un paciente de poco más de 40 años que fue derivado desde Hellín en estado crítico. Su pronóstico era pésimo, tanto que tuvieron que conectarlo a un ECMO (un sistema de oxigenación por membrana extracorpórea que hace las veces de pulmón). Durante 102 días permaneció ingresado en la UCI, y en varias ocasiones el final pareció inevitable. Su cuerpo estaba devastado, pero resistió y venció la enfermedad.
Situaciones como esta permiten coger aire. También el apoyo de los compañeros da sentido a todo. Los sanitarios de la UCI han hecho más equipo que nunca. Aquí, las categorías profesionales se difuminan. A la hora de lavar al paciente, convertido en un peso muerto rodeado de cables y vías, todos se arremangan. Sobre el papel es labor de los auxiliares, pero se necesita a los celadores y a los enfermeros para poder movilizarlo con seguridad. Fuera del 'box', otros compañeros esperan atentos para pasar el material o para transmitir alguna indicación.
A los sanitarios de la UCI, la Covid les espera dentro del hospital, pero también fuera. En marzo tuvieron que enfrentarse a un virus desconocido y superar el miedo a contagiar a los suyos, a los que les esperaban en casa. Algunos se aislaron, aunque la situación, con el tiempo, se ha normalizado en parte. Francisco Navas añora «un achuchón», un beso de sus padres. No los abraza desde marzo. «Cuando se levantaron las restricciones y la gente se volvió a reunir, yo no podía ir a ver a mis padres y a mis abuelos. Después los he visto, pero manteniendo las distancias». Ahora, mientras muchos piensan en 'salvar la Navidad', él tiene claro que en Nochebuena cenará solo. «A mi novia le toca el turno de noche, y yo no voy a ir con la familia».
Tampoco Alba Muñoz podrá ir a Cádiz a ver a los suyos, aunque añora «el calor familiar después de este año de mierda». Pasará las Navidades con su pareja y con su círculo murciano más íntimo, «empequeñecido» durante la pandemia. «Los veré con mascarilla, incluso dentro de casa», subraya.
Al igual que sus compañeros, la enfermera Renata Smela no volverá a casa, en su Polonia natal. «No he podido ir en todo el año, y me falta algo, soy muy sentimental. Echo de menos pasear por mis bosques, mis prados. Hablo con mi familia por internet, pero me faltan los olores y sabores de mis lugares», cuenta con nostalgia. A sus 54 años, Renata podría haber renunciado a la zona Covid. Se lo ofreció su supervisor, pero ella se negó. «Al principio tenía dudas de si mi cuerpo podría aguantar el EPI. La primera vez que me puse el equipo estuve tres horas con él. Fue durísimo, pero me lo quité con la satisfacción de haber superado la prueba», recuerda.
Renata no estaba dispuesta a quedarse sentada o a que la mandasen a 'boxes' más tranquilos. No llevaba toda la vida luchando por dedicarse a su vocación para terminar huyendo ante una pandemia. «En mi país trabajé como enfermera, pero cuando llegué a España, hace 18 años, dejé de ejercer. Aquí era casi imposible por el idioma y por el título, pero me vine a Murcia porque mi marido había creado una empresa de transporte. Estuve trabajando en un almacén de brócoli, en Totana, y cada vez que pasaba por La Arrixaca me saltaban las lágrimas. Yo quería estar aquí». Al final lo consiguió, después de un proceso de convalidación «largo y complicado» que le obligó a volver a estudiar a distancia.
Ahora es toda una veterana, y bajo su EPI da rienda suelta a su vocación. La caída en los contagios le ha dado un respiro, a ella y al resto de profesionales de la UCI. Pero todos contienen el aliento. Saben que la tercera oleada es más que probable, y que quedan muchos meses hasta que haya un porcentaje suficiente de población vacunada como para dar por derrotado al virus. Hasta entonces, las marcas de la Covid seguirán surcando sus caras. Si alguno de nosotros cae tras infectarse en sus manos, lucharán hasta el último aliento por salvarnos. También nosotros deberíamos luchar con ellos. Necesitan de nuestra prudencia y de nuestro respeto a las normas esta Navidad.
Publicidad
Jon Garay y Gonzalo de las Heras
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.