![Una madre deja a sus hijos en el centro de Cáritas para poder ir al trabajo.](https://s3.ppllstatics.com/laverdad/www/multimedia/202302/06/media/cortadas/1461206380-kzGG-U190542786955FGF-1968x1216@La%20Verdad.jpg)
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A las seis y diez de la mañana, con los pijamas todavía puestos bajo los abrigos y los ojos entrecerrados, bajan del coche Sofía y Ryan, de 4 y 7 años, para volver a acostarse casi de inmediato en los colchones que las trabajadoras de Cáritas Lali Jiménez y Diana Ramírez han dispuesto, como cada mañana, en el suelo de una gran sala del centro de conciliación Hogar San José, ubicado bajo el convento de las Dominicas de Jumilla.
La temperatura es de un grado bajo cero, pero su madre, Samira Benhadja, ha tenido que interrumpir su sueño y sacarlos al frío del Altiplano para poder subirse al autobús que la empresa de limpieza para la que trabaja fleta a las seis y media. Este la lleva a Yecla, a unos 30 kilómetros de allí, de donde no regresa hasta que caiga el sol. Es la primera en dejar a sus hijos en el centro y también será la última en recogerlos cuando llegue agotada, cerca de las siete de la tarde, tras un largo día de trabajo.
Samira no puede llevar a sus hijos al colegio ni darles el desayuno ni ayudarles con el aseo. No podrá cocinarles algo al mediodía, ni ponerles dibujos por la tarde, ni acompañarles mientras hacen los deberes. Tampoco cuenta con una red familiar que pueda encargarse por ella. Su realidad es la de muchos otros trabajadores en situación vulnerable que, pese a contar con un empleo que les garantiza ingresos suficientes para no depender de ayudas, se encuentran con la imposibilidad de compaginar sus trabajos con el cuidado de los niños.
Hace ya más de 15 años que Cáritas detectó la necesidad de ayuda a la conciliación en un colectivo concreto del municipio: el de los jornaleros y trabajadores del campo, personas que, según la temporada, deben iniciar sus trabajos a horas en las que no existen servicios para sus hijos y que se ven obligados a ausentarse para cumplir con largas jornadas que transcurren muchas veces lejos de Jumilla. «Hay épocas del año donde algunos se desplazan al Campo de Cartagena, a Valencia, a Chinchilla, y solo en el viaje se les van varias horas», explica Diana. Estos, además, no suelen contar con recursos suficientes para pagar a un cuidador privado que se haga cargo de sus pequeños durante el día. Por eso la labor del Hogar San José supone para ellos la diferencia entre poder trabajar o no, entre la exclusión y salir adelante.
«Algunos padres nos piden que les esperemos más allá de la hora que tenemos de cierre porque no llegan a tiempo. Igual han tenido que ir ese día a Cartagena y están en la carretera», cuenta Lali. «Les decimos que no corran y esperamos». Qué van a hacer.
El Hogar San José surgió en 2007 con la intención de ayudar a los temporeros. Iniciaron la atención voluntarios en unas instalaciones cedidas en los barrios altos de Jumilla, pero Cáritas se encontró con tal demanda que acabó por lanzarse a buscar financiación para construir un centro mayor, más moderno, mejor equipado y con más servicios, que cristalizó en las primeras semanas de 2020 en la apertura del actual centro. Ya atiende a cerca de medio centenar de niños de una decena de nacionalidades y no solo da servicio a temporeros, sino a cualquier trabajador en situación vulnerable que requiera su ayuda, como Samira. Podrían ser muchos más, pero ya no dan abasto. «Tenemos lista de espera de cerca de otro medio centenar de familias», reconocen.
Hace unos años, Samira, de 29 años y origen argelino, tenía una vida más o menos establecida en Jumilla. Estaba casada con un español, padre de sus dos hijos, y trabajaba como jefa de cocina en un bar. Pero, en octubre de 2019, se divorció y comenzaron los problemas. Tenía que renovar los papeles y una mala elección a la hora de escoger abogado provocó que el proceso, que debía ser rápido, se dilatara durante casi dos años. «Dejé de trabajar. Aunque gracias a Dios no me ha faltado nada -relata-. Me han ayudado mis amigas y un poco los servicios sociales, pero estaba deseando volver a trabajar. Perdí mucho tiempo al elegir a la persona equivocada, hasta que me puse en manos de un abogado que lo solucionó todo en cuatro meses».
Por eso, cuando surgió la posibilidad de volver a ganarse la vida en un empleo como limpiadora, Samira supo que no podía decir que no. Pero en un hogar monoparental y con recursos económicos mermados, el problema era dónde dejar a los niños. «Aquí no tengo familia que me pueda ayudar. Tengo amigas, pero, claro, ellas tienen su vida también», afirma. «Si no hubiera sido por Cáritas, no sé qué habría hecho. No hay guarderías a las seis de la mañana. En el Hogar San José los recogen, les dan el desayuno, los llevan con el autobús, los recogen, les dan la comida, la merienda... Es espectacular», valora. Y todo por un precio «mucho más económico de lo que me costaría dejarlos en una guardería».
La actividad en el centro no cesa. Lali y Diana despiertan a los niños que tienen que ir al colegio sobre las 7.45 y, desde ese momento, se suceden un sinfín de tareas desplegadas como una coreografía. El servicio aúna una escuela infantil de 0 a 3 años con horario de mañana, el transporte, una ludoteca de 0 a 12 años, con horario anterior y posterior al lectivo y fin a las siete de la tarde, y comedor. Muchas tareas para las que hacen falta manos.
El equipo que trabaja allí mezcla empleados de Cáritas y voluntarios. A las ocho llega Antoñita, una voluntaria de 70 años que es «el corazón de este proyecto», reconocen Diana y Lali. Ella estuvo en los inicios, cuando todavía no había instalaciones. «Llevábamos a los niños a los coles en nuestros coches. E incluso a que les pusieran las vacunas. En el centro de salud ya me conocían», cuenta. Ella peina y prepara a los pequeños mientras unos se lavan los dientes y otros corretean con los primeros juegos.
Cuando los niños están listos, llega Pablo, otro voluntario que se ha ganado el corazón de los pequeños entre golosinas y churros con chocolate, un jumillano que pasó 27 años en Suiza como conductor de vehículos de gran tonelaje transportando mercancías especiales y que hoy, ya jubilado, se hace cargo del microbús escolar de Cáritas. «Así me mantengo activo», dice con modestia, quitando importancia a los tres años de compromiso ininterrumpido que acumula como chófer en el proyecto. «Da mucha satisfacción. Los críos me quieren un montón, aunque no paran».
De las clases de Infantil se ocupan Conchi y María Jesús, que despiertan a los más pequeños, acostados en cunas en una sala aparte, para darles el biberón y comenzar con los juegos y las canciones. «Intentamos hacer labor pedagógica también con los padres y concienciarles sobre la importancia de que dediquen también el tiempo que puedan a los niños», dice Conchi.
La responsable de Programas de Infancia y Familia de Cáritas, Anabel Giménez, subraya que «el objetivo fundamental de este proyecto es garantizar el acceso a derechos de la infancia». Pero no solo a través del cuidado de los niños. También intentando brindar a los padres más oportunidades para que les ofrezcan una vida mejor. Es el caso del colombiano Andrés Lasso, un trabajador del campo que gracias a un acuerdo entre Cáritas y Disfrimur ha empezado a estudiar para pasar a trabajar como camionero.
Fue usuario del centro hasta hace poco, donde dejaba a su hija de cinco años. «Mi mujer se quedó embarazada y ahora está en casa y no lo necesitamos, pero sin ellos nos habría sido imposible trabajar», cuenta. «Ahora tengo esta oportunidad y quiero aprovecharla. Diana me dijo: 'Oye, ¿te interesa?'. ¡Y claro que me interesa! Les estoy muy agradecido por todo lo que hacen por nosotros».
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