El articulista, en la biblioteca de su domicilio en Rincón de la Victoria.

«Aquí estamos todavía»

Manuel Alcántara. Articulista. «Que no crean que me he tomado unas vacaciones», asegura el maestro, que el martes se reencontrará con los lectores de 'La Verdad'

TEODORO LEÓN-GROSS

Domingo, 15 de marzo 2015, 00:42

Manuel Alcántara pasea ante al Mediterráneo como por la vida: pasos cortos, mirada muy larga. Claro que lo suyo no es mérito óptico; más bien una inteligencia luminosa y una sensibilidad de alta graduación como el dry-martini con el que se cita cada día. Ahora, tras varias semanas de descanso en las que se ha operado los dos ojos de cataratas, se dispone a regresar el martes a su artículo diario, con la autoridad del decano del género. El maestro, con veinte mil columnas escritas, ironiza a los 87 sobre su 'pésima salud de hierro'.

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-Vuelve...

-«Con la frente marchita...», como en el tango.

-Se le ve dispuesto a morir con las teclas puestas.

-Seguro. Ese es el sonido que más me ha acompañado durante toda mi vida. Si la Hispano Olivetti fuera una amante, no tendría quejas de mí porque le he sido absolutamente fiel.

-Vuelve al artículo de cada tarde...

-Sí, sí, cada día que pueda, ahí estaré. Modestamente, no sé si soy el plusmarquista de los columnistas, pero sí de los actuales columnistas, una variedad distinta al articulista que pule sus artículos, cosa que le honra porque es una forma de respeto. Pero lo difícil es meter un folio y saber que tienes, con auxilio de los volubles dioses, que llenarlo.

-Los lectores, después de 25 años a diario en sus casas, le han echado de menos. Es usted de la familia...

-También me he echado mucho de menos. Voy a intentar sobrevivirme. No darme por vencido. Se puede perder el combate por KO, incluso por inferioridad, pero por abandono no. Ningún gran púgil ha abandonado una pelea.

-Tras pasar por 'talleres', se le ve en forma...

-Es angustioso, no solo no ver, sino temer... Que no crean que me he tomado unas vacaciones. Ahora intento reemprender las cosas.

-El 10 de enero, que coincidía con su 87 cumpleaños, escribió el último artículo muy gripado... ¿Le detuvo el miedo?

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-Sí, pero no exactamente miedo al final. A mí me acompañan siempre versos, y Quevedo dice «Mi vida acabe y mi vivir ordene». Si yo fuera capaz de la envidia, envidiaría mucho a los creyentes. Pero creo que morir es como antes de haber nacido. No me cabe en la cabeza el hipotético Creador que nos juzgue uno a uno, que somos muchos. En eso no creo.

-Claro que si los lectores le añoran, tampoco usted entiende su vida sin el periódico...

-Sigo comprándolos todos los días, sí. Y cada vez que abro mi querido 'Sur', mi periódico emblemático, una insignia de Málaga... El 'Sur' siempre me ha acompañado, desde que yo era un niño de la posguerra y era solo una hojita. Claro que entonces tenía ocho años, y no es lo mismo ocho que 88, que serán los próximos, presuntamente. No los deseo, de verdad. Cuando algún amigo bienintencionado me dice «¡ojalá vivas muchos años!», pienso ¿qué le habré hecho yo a esta persona para que me desee eso?

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-Siempre ha ironizado sobre la vida alargada por el final.

-Si me hubieran garantizado alargar los cincuenta o los sesenta, que es la edad más consciente del hombre, pues sí, pero no se puede escoger. Claro que esa también es la edad más melancólica. Quieras que no, se te va eso que llamamos juventud, se te van los padres, se te van los hijos porque se casan y se independizan... Es una edad curiosa, que quizá ahora se ha prolongado.

-¿Estos meses sin escribir le hacían sentirse menos vivo?

-Sí, evidentemente. También más inservible. Algo que hacer es una justificación vital. Aunque lo más importante que me han aportado los años es una ausencia de vanidad. Eso de ser inmortal está hecho de Goethe para arriba. ¿Quién quiere legar su nombre a las futuras generaciones? No; aspiro a escribir, a que me recuerden algunos amigos contemporáneos con los que he tomado una copa. Ser contemporáneo no dura mucho. Vivir es una oportunidad única en la vida para los que desdichadamente no creemos en otras.

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-Tampoco está mal un descanso. Usted nunca ha querido ser un campeón del trabajo sacrificado.

-Pero tampoco he querido vivir del sudor del de enfrente. Soy un trabajador fatigable, pero trabajar es una virtud. También una forma de justificarte para no pasar por la vida como un invitado...

Simpatía sin concretar

-El cambio político que se está produciendo en España con la llegada de otros partidos, ¿le hace pensar con esperanza o inquietud?

-Inevitablemente tengo una vaga simpatía sin concretar por Podemos. Alguien al menos cree que esto es mejorable. Los demás no. Se ha equiparado el ejercicio del voto con el interés. Tengo mucha influencia de Ortega, que ponía bien los artículos, y él dijo: «La política es una tarea desalmada».

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-Suele lamentarse de que hay demasiada política.

-Un empacho inevitable. Cuando se escribe, no puedes ignorar el mundo. Pero yo prefiero leer a los presocráticos a un informe de lo que ha hecho un subalterno de cualquier partido. ¡Esos expertos en minucias y peripecias de los partidos! Mi desdén por la política es muy altivo. Creería en la política si hubiera una selección para entrar, reservándola solo a las personas decentes. Eso es improbable. No se puede conseguir.

-¿Le anima sentir todavía que tiene cosas por hacer?

-Largos proyectos, no. Quisiera estar a tiempo de reunir algunos dispersos poemas, que son muy pocos, y ordenar otras cosas. Cuando empiece a escribir, me va a ocupar todo el tiempo. Pero no quiero que me obsesione.

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-¿Qué le parece que se vea la vejez como una inhabilitación?

-El insulto más estúpido que se le puede decir a alguien es 'viejo'. Mire usted, no elegí mi fecha de nacimiento. Cervantes, cuando el malévolo Avellaneda le llama 'viejo manco', hace una defensa emocionante: «Lo que más siento es que me llame viejo y manco como si mi manquedad hubiera nacido en una taberna y no en la más alta ocasión que dieron los siglos, y como si en mi mano hubiera estado detener el tiempo». Llamar a alguien viejo es un insulto estúpido. Todo el mundo llega a ser contemporáneo; y todo el mundo casca. La prueba es que no conocemos a nadie del siglo XVIII.

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