Patsy Visser-Freeman transitará por la vida, la que le quede, y que sea mucha, con dos cruces de signo bien distinto. Una, tan grande, pesada y dolorosa como la que el propio Jesús de Nazaret subió al Gólgota. La otra, tan leve, hermosa y dulce como el beso de una hija. Una, la cruz de un crimen horrendo que le arrebató lo más querido y que aún le lacera el alma. La otra, aquella a la que tanto cariño tenía Ingrid y que la Policía halló, refulgiendo entre la tierra como un pequeño tesoro, en la fosa a la que fueron arrojados tristemente sus despojos.
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Esta mujer holandesa, aunque de origen norteamericano, visitó Murcia dos meses atrás, a finales de enero, con una triple intención: ajustar cuentas con el pasado para poder ponerle un punto final a esta tremenda historia, agradecer al pueblo murciano el afecto y el apoyo que siempre le brindaron y tratar de recuperar ese colgante de oro blanco con la Cruz de Caravaca recortada en su mismo centro.
Cumplió con los dos primeros propósitos, pero la alhaja no apareció. Simplemente, no se hallaba entre las pertenencias que se habían conservado de Ingrid Visser. Con esa espina clavada en su pecho retorno a Holanda, convencida quizás de que ya no retornaría a la Región, de que ya no habría razón alguna para hacerlo.
Sin embargo, el empeño de algunos funcionarios de la Administración de Justicia y de la procuradora Soledad, que hicieron todo lo posible por hallar la reliquia, acabó dando sus frutos. Apareció en el fondo de una caja, depositada en los archivos, en la que se guardaban algunas piezas de convicción del caso.
De esta manera, Patsy volvió ayer a pisar tierras murcianas para que la directora del Servicio Común Procesal General, Ana Iborra, le entregara la cruz en representación de la plantilla de funcionarios. Después, acompañada por Suus, quien fue la mejor amiga de Ingrid, por los letrados Javier Martínez y Miriam Van de Velde y por el pedáneo de Santo Ángel, Jerome Van Passel, la mujer mantuvo un breve encuentro con las dos fiscales del caso, Virginia Celdrán y Arancha Morales, a quienes agradeció todos sus esfuerzos y la enorme humanidad que siempre las caracterizó en su trato con las víctimas y sus familias. Ambas recibieron una pequeña escultura de bronce, dos siluetas humanas enlazadas formando un corazón, y unas palabras para animarlas a continuar con esa labor «en favor de todos aquellos que se encuentren en esta misma situación».
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Se despidió con dos frases que sonaron a epitafio. «Este es el final de nuestro viaje. Ingrid y Lodewijk fueron apartados de nuestras vidas, pero no de nuestros corazones». Y emprendió el camino de vuelta, llevando sus dos cruces a cuestas.
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