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Muy pronto habrá que cambiar, si la lluvia no lo remedia, aquella expresión huertana que rezaba: «Eres más viejo que los pinos de Churra». O quizá baste con retocarlo una gelepa, espléndida voz y reliquia del mozárabe murciano que significa un poco, una pizca, una ... chispa. El nuevo refrán, como les contaba, quedaría así: «Estás más seco que los pinos de Churra».
Esa es la noticia: los majestuosos pinos donceles de Churra, esa especie de enormes parasoles verdes más que centenarios, van secándose. Uno tras otro. Del verano para acá, dos ya negrean, como si alguien los hubiera regado con 'rondó'. Pronto el horizonte de la capital al norte perderá esos imponentes custodios, de veinte metros de altura.
Hasta ahora, allí crecían, en la linde entre Churra y El Puntal, dando sombra a la iglesia de la Encarnación, arbóreos notarios cada Jueves Santo de la salida del Cristo del Consuelo y espectadores entretenidos de aquella 'okupación' de la antigua fábrica de hielo por parte de unos zagales que la convirtieron en su hogar y centro social.
Hasta una treintena de estos gigantes de la huerta adornaban los quijeros de la acequia de Churra la Nueva. Acequia que cuando se excavó en torno al siglo XV la llamaron de San Cristóbal, aunque los vecinos del común prefirieron Churra la Nueva, por existir otra, romana, apodada la Vieja.
Da mucha pena leer la descripción que en 1924 hacía el diario 'El Tiempo' de ese lugar que fue un vergel: «Esbeltos pinos, como muchos guardianes, prestan grata sombra al atrio. El agua clara, limpia, fresca, cantarina, se desborda por la acequia. Es una mañana de verano».
Los pinos, los que se secan y los que van quedando, están protegidos. Pero solo en el papel. De poco sirvió que los incluyeran en el Catálogo de Árboles Monumentales de la Región de Murcia, que viene a ser una especie de corredor de la muerte para tantos ejemplares históricos.
El Plan de 'Degeneración' Urbana de Murcia recogía en su texto de 2001 que en la zona crecían hasta 26 pinos. Hoy hay menos de doce. Dentro de otra década no quedará ninguno. Y no pasará nada, oiga.
No es necesario ser Ricardo Codorniú, aquel recordado Apóstol del Árbol que repobló Sierra Espuña, para intuir la solución. Habría que desentubar la acequia y confiar en que la humedad refresque las raíces de tan ancianos árboles. Yo me pregunto qué pijo se ganó con cimbrar ese cauce, allá en mitad de la huerta.
Cuenta el colega Miguel Rubio en LAVERDAD, tan celoso siempre en defender nuestro patrimonio, que los pinos son propiedad de los dueños de otra cercana e histórica construcción: Torre Alcayna. Son los mismos que están restaurando con acierto la casa-torre del siglo XVIII para convertirla en salón de celebraciones.
A muchos nos encantaría celebrar allí, mirando por sus ventanales, que afuera siguen creciendo orgullosos esos gigantes que han visto nacer y morir a generaciones de murcianos.
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