«A los refractarios se imponga multa de 500 pesetas»
La Murcia que no vemos ·
En todas las históricas epidemias también hubo muchos murcianos que se negaban a vacunarseLa Murcia que no vemos ·
En todas las históricas epidemias también hubo muchos murcianos que se negaban a vacunarseMartes, 5 de enero de 2022. Macrón, presidente de Francia: «Queda una pequeña minoría refractaria. ¿Cómo se reduce? Se reduce fastidiando todavía más». Lunes, ocho ... de junio de 1863. Francisco Belmonte, gobernador de Murcia: «Comuniquen oposición que haya hallado o halle la vacunación y si hay individuos refractarios». Nada hay nuevo bajo el sol; pero sí muchas cosas que desconocemos. Por ejemplo, el negacionismo en la cuestión de las vacunas, algo que también ha sido una constante en nuestra historia.
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Otra cosa desconocida es la instantánea, en forma de cuadro, de una jornada de vacunación. Ocurrió a finales del s. XIX y no se realizó en pabellones deportivos, pues el único deporte que entonces hacían muchos huertanos era padecer con el legón en los bancales. El cuadro es de Enrique Atalaya, quien reúne las dos características que atesora todo murciano genial. La primera, ser casi desconocido en su tierra. Y la segunda, ser admirado en otras latitudes.
Este olvidado pintor, nacido en San Andrés en 1851, triunfó en Londres y París, en cuya Exposición Universal de 1889 recibió una Mención de Honor. Francia también lo nombró Caballero de la Legión de Honor.
'El Diario de Murcia' destacó esta noticia y señaló el mérito de que un extranjero recibiera tan alta distinción. «El Sr. Atalaya es uno de los artistas que honran el nombre de Murcia», advirtió el rotativo.
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El óleo muestra a un médico administrando vacunas a los huertanos a la puerta de una ermita rodeada de barracas. Destacan en la escena el doctor y su ayudante, quien le va preparando más suero, el cura y un recio murciano que observa cómo otro se remanga el brazo para vacunarse. Los expertos datan este cuadro antes de que en 1881 su autor se marchara a París. Otra cosa es aclarar que instante preciso inmortalizó y que dolencia aquejaba a las gentes de la huerta. Porque, de entrada, había calamidades entre las que elegir. Y más tras la terrible riada de Santa Teresa, que en 1879 arrambló con la huerta. A la viruela y el paludismo se sumaba el tifus y el cólera.
Como es sabido, vacuna se llama porque viene de las vacas. El descubrimiento lo hizo un médico inglés, Edward Jenner, quien observó en 1796 que las ordeñadoras que contraían la viruela benigna del ganado no se contagiaban más tarde con la enfermedad que liquidaba cientos de miles de personas cada año.
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Jenner le hecho coraje. Inoculó a su hijo de ocho años con líquido de las pústulas de las ordeñadoras. Hay que tener valor. Pero al inglés le sobraba. De hecho, unas semanas después le pinchó sudor de un enfermo de viruela. El zagal enfermó, pero sobrevivió. La linfa de vaca se convirtió en la primera vacuna.
Pero de vaca, vaca. Vamos, que incluso llevaban al animal para extraer la linfa delante del enfermo. Eso ocurría en pleno corazón de la ciudad en 1883. Ese año, dos profesores de medicina crearon el Instituto de Vacunación con Linfa de Vaca.
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El centro vacunaba de 4 a 6 de la tarde. Los días de «vacunación directa de la ternera» se anunciaban oportunamente. Pero, además, el Instituto distribuía vacunas gratis para la población desfavorecida. Así que es evidente que la escena pintada por Atalaya fue real.
Con las vacunas, a lo largo del siglo XIX, se permitieron pocas tonterías. Todos debían recibirlas y los ayuntamientos pregonaban los días y horas para hacerlo. A esos anuncios se sumaba el volteo de las campanas de las parroquias mientras durara la vacunación. Pero ni por esas se convencían algunos. Martínez Tornel lamentaría en su 'Diario' en 1884 que, contra la viruela, «hay un remedio infalible, la vacuna; y sin embargo no se acude a ella». Las cifras de muertos las engrosaban a diario los no vacunados. Las madres no inoculaban a sus hijos sin saber que «aquellas mejillas pueden ser agujereadas por la lava perniciosa que, como de un volcán, serpentea por el cuerpo hasta que busca mil salidas».
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Veinte años antes ya se alzaban voces que exigían la vacunación obligatoria. En el diario 'El Segura' se sostenía que «es de necesidad la adopción de medidas enérgicas que tiendan a obligar a que esta operación se generalice». Y, por si a alguien no le quedaba claro, apostillaba: «No pocas veces hay que hacer el bien contra el beneplácito de los que lo reciben».
Los negacionistas de la época no lo tenían fácil. Los secretarios municipales registraban los nombres de los vacunados y expedían certificados de vacunación que, entre otras cosas, se exigían a los niños para acceder a las escuelas.
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En alguna ocasión, incluso, se ordenó que fueran identificados. Eso ocurrió en 1863. El 'Boletín Oficial de la Provincia' publicó disposiciones para «la conservación de la salud pública». Una de ellas era solicitar a los médicos que remitieran a la Real Academia de Medicina de Madrid cuantos datos tuvieran tras concluir la campaña.
Entre ellos figuraban las edades de los vacunados o el número de contagiados. Sin embargo, los médicos también debían comunicar «si hay individuos refractarios a la vacuna». En este caso parece que equivaldría más a inmune que a negacionista. Pero otro de los puntos del documento es incontestable: detectar la «oposición que haya hallado o halle la vacunación».
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En otros años fue peor. En 1903, el alcalde de La Unión mandó arrestar a varias mujeres tras obligarlas a enseñarle los brazos y comprobar que no tenían marcas del pinchazo. Ese año se imponía una multa de 50 a 500 pesetas a quienes evitaran inocularse. Y en 1909 lamentaba 'El Tiempo de Murcia' «lo refractario que es el vecindario, mejor dicho cierta parte del vecindario, a vacunarse».
La escena de Atalaya se sucedió en la huerta durante generaciones. Incluso ya muy entrado el siglo XX. En 1924, por citar un ejemplo, el Ayuntamiento decretó que todos los murcianos se vacunaran para plantar cara a otra epidemia. Los médicos rurales peinaron sus distritos de día y de noche.
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También en esta ocasión se hizo obligatorio un auténtico pasaporte Covid, en aquellos años pasaporte viruela o cólera. Quienes no lo tenían por rechazar el remedio eran multados y no podían recibir ayudas públicas. Sin contar que muchos pronto criaban malvas por su tozudez. Atalaya falleció, tan respetado como rico, un 26 de junio de 1913.
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