Existen calles en Murcia, pongo por caso la del Mortero en Santa Eulalia, que pese a su supuesta denominación vulgar atesoran siglos y siglos de ... historia. Y alguna de ellas estaba ubicada, como sigue estando, en zonas tan privilegiadas y de tanto renombre como las familias que allí vivían, a un paso del Consistorio y del Palacio Episcopal.
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La céntrica vía dedicada a Polo de Medina (1603-1676), escritor y poeta del Siglo de Oro, no siempre se llamó así. Antes tuvo otros nombres más populares, como el que consta en diferentes documentos ya datados a mediados del siglo XVIII. Por entonces, se conocía como callejón del Cabrito. Y existen dos leyendas sobre el origen de tan curioso nombre, a cual de ellas más interesantes.
El erudito Pedro Díaz Cassou (1843-1903), en su fantástico libro 'Leyendas de Murcia', cuenta que cierto domingo salía de misa de doce de San Bartolomé una bella moza, a quien allí asaltó un joven que intentó seducirla. Ella, pía y prudente como era, lo ignoró. El muchacho la siguió hostigando hasta que la joven alcanzó la puerta de su casa, la abrió a toda prisa y se la cerró en las narices.
El mancebo, despechado, intentó forzar la entrada de una patada, sin éxito. Ante tal escandalera, los vecinos salieron de sus hogares y espantaron al salvaje. Fue entonces cuando descubrieron que había quedado en la puerta la huella de la pezuña de un macho cabrío.
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Y es harto probable, en esta tierra de comadres y compadres, que antes de acabado el día, tras obtener el plácet popular en las colas del mercado y las barras de las tabernas, que la calle fuera bautizada con aquel nombre.
Hasta ahí la primera leyenda. Sin embargo, la segunda no le va a la zaga en originalidad y, si me apuran, incluso la supera en gracia. De nuevo, será la pluma de Díaz Cassou quien nos ofrezca tan suculento relato. Pero hagamos un inciso obligado.
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Desde su fundación en 1858, el diario 'La Paz' se erigió como líder entre las muchas publicaciones periódicas que salían de las imprentas murcianas. Al menos, hasta que 'El Diario' de Martínez Tornel le arrebató el favor del pueblo tras su cobertura de la riada de Santa Teresa, que provocó una de las mayores (si no la primera) oleadas de solidaridad mundial.
'La Paz' editaba un suplemento literario semanal titulado 'La Enciclopedia', donde Díaz Cassou escribió algunas de sus más célebres leyendas. En esa misma publicación, por cierto, se conservan no pocas referencias al callejón, a menudo por la dejadez municipal a la hora de limpiarlo. Por ejemplo, en una carta dirigida al alcalde, en noviembre de 1858, un lector describía el pasaje cuajado de «inmundos y asquerosos cuerpos extraños depositados allí muchos días há».
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Aquellos cuerpos, pese a todo, nada de extraño tenían. Y fácil era determinar su oscura procedencia si seguimos leyendo cómo el lector, que se esconde bajo el seudónimo de Narciso Olfato, se queja de un «olor nauseabundo y anti-perfumario». Así, separado.
La segunda leyenda, por no dar más vueltas, la contó por entregas Díaz Cassou en la revista 'El Mosaico', empezando un día 11 de julio de 1897. En ella relataba que, allá por el siglo XVIII, vivían en la remota calle del Horno un buen zapatero, que más lo hubiera sido de no gustarle un poco el vino y otro poco los naipes... y mucho no parar de beberse uno y jugarse los otros.
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Cierta noche de San Crispín, patrono de los zapateros, el maestro Juan decidió salir de casa, cuando la mesa estaba puesta para la cena y su mujer, Juana, lo aguardaba. Hubo jaleo, claro. Pero él se salió con la suya. Ya en la calle le espetó a su mujer: «Entra en casa, no te resfríes. Y quédate con Dios». Ella, entre sollozos, le gritó: «¡Y tú con el demonio!».
Pasaron las horas. Ya muy de madrugada volvía el zapatero tambaleándose por las oscuras callejas de la ciudad. De repente, cosa curiosa, le salió al paso un pequeño cabrito. Parecía asustado y de mirada tierna, como si anduviera perdido. Eso creyó Juan, quien lo dejó atrás. El animalico lo siguió.
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El maestro, pese a la tremenda borrachera que arrastraba, dudó si apropiarse del animalico. Igual era un delito, pensó. Hasta que concluyó, como exclamaría un huertano castizo, que «lo que está de Dios, está de Perico Muñoz». Y se echó la bestia sobre sus hombros. Al llegar a su callejón, mal que bien, tuvo que sortear un gran charco que lo cubría de lado a lado.
Al inclinarse para dar el primer paso vio su imagen reflejada en las aguas estancadas. Y también descubrió, como relataba Díaz Cassou, que llevaba a horcajadas «a un caballero negro, pelo negro, cara negra, con barba puntiaguda, frente puntiaguda, cuernos en la frente». Total: era el mismísimo demonio emplumado, como lo describían nuestras abuelas.
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El zapatero Juan, ora por el susto o por el mucho vinazo del que había dado cuenta, cayó desplomado al suelo. Allí habría de encontrarlo al día siguiente un mozo del horno que entonces daba nombre a la calle. Medio recuperado, el maestro dio gracias al cielo de que el diablo no se lo hubiera llevado, como su mujer había sentenciado, y acudió a la iglesia de Santo Domingo a confesarse.
Más tarde, junto a un fraile del convento, regresó a su casa y la rociaron entera de agua bendita, después de enterar del caso a Juana, quien lo contó a quien quiso oírlo. Como también pronto cundió el rumor de púlpito en púlpito hasta que el callejón del Horno comenzó a llamarse del Cabrito.
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Sea o no cierta la historia, que vaya usted a saber, desde aquella época comenzaron a llamarle callejón del Cabrito al antiguo del Horno, lugar donde vivía el pobre maestro Juan, de quien las crónicas ya no aclaran si siguió pegándole al vino con similar interés. Hasta que en abril de 1885, como consta en las actas municipales, la calle fue renombrada Polo de Medina. Y una cosa sí es cierta: el callejón ganó en elegancia... pero perdió mucha gracia.
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