Contaban los viejos huertanos, entre quienes cuento no pocos antepasados, que después de vivir décadas en feliz y solidaria convivencia con sus vecinos, alguno lo ... echaba todo a perder «por una papeleta de azafrán». Una nimiedad. Espléndida frase que ya figura en el catálogo interminable de expresiones murcianas en peligro de extinción.
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Se referían, pienso, a que después de sortear riadas y epidemias, hambrunas y tantos males que en comunidad eran resueltos, por el más mínimo detalle se suscitaba un grave problema de convivencia. Y eso parece haber sucedido, ya no por esa papeleta de azafrán, pero sí por una farola histórica, que bien contada tengo su historia, y que la última remodelación ha causado las protestas de los vecinos del barrio de Vistabella, donde luce de forma incomprensible, visto el poco cariño que le tenemos a nuestro patrimonio. Me lo cuenta mi compadre Paco Sánchez, de Radio Murcia, que no es poco contar. Y yo les cuento.
Murcia siempre fue, y lo sigue siendo, una ciudad de paradojas. Por eso llamamos casa de los Nueve Pisos al histórico edificio que solo tiene ocho. O Cristo de los Toreros al Nazareno del Amparo con su cruz a cuestas. O Gran Vía a una calle de apenas dos metros de ancha en el Barrio, con mayúsculas para que ustedes me entiendan.
También existe otra Gran Vía, ese adefesio que se cargó la espléndida traza medieval de la ciudad no hace tantos años y ahora, por su escasa utilidad para el tráfico, revienta la paciencia de cuantos conductores quieren atravesarla.
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Pues bien: la Gran Vía encierra otro típico dualismo murciano. Su apertura arrasó tres históricos conventos (Reparadoras, Madre de Dios y Capuchinas), casas blasonadas y los Baños Árabes, pese a ser Monumento Histórico-Artístico.
Sin embargo, poco antes de este atentado contra el patrimonio una simple farola logró salvarse de la destrucción. Incluso escapó a la piqueta que aplastaría otro edificio histórico que sus brazos de luz iluminaban cada noche: el Contraste de la Seda. Ambos, farola y Contraste, estaban en la plaza de Santa Catalina. Aunque su apacible existencia pronto cambiaría.
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Al otro extremo de la urbe crecía el barrio de Vistabella, típico ejemplo de urbanismo de la posguerra española y trazado por Daniel Carbonell. Se levantó en aquellos remotos parajes de lodazales entre 1948 y 1953. Más de mil viviendas que impulsó el Ayuntamiento y que entonces quedaban donde San Pedro perdió las alpargatas, pero hoy son un oasis a cinco minutos a pie del centro. No en vano se disputan muchos bajos para convertirlos en pequeñas casas para alquilar.
Allí existe la llamada Plaza de los Patos. El jardín, como todos los del barrio, fue diseñado por el jardinero de los Jardines Reales de Madrid, Ramón Ortiz. Se conoce como de los Patos, por el estanque central que aún se conserva y donde quizá chapotearon alguna vez.
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Cuando se decidió erigir un monumento a la Inmaculada muchas voces se alzaron para proponer el lugar más idóneo. Algunos apuntaron el corazón de Vistabella, aunque al final se eligió Santa Catalina. Pero había un pequeño problema: la artística farola, con todos sus adornos vegetales, obra de la fundición de Francisco Peña, edificio que aún conserva su fachada en el paseo carmelitano del Marqués de Corvera, ya llegando a la estación de trenes, a la izquierda.
El Consistorio decidió retirarla. Su sino era ser pasto de los chatarreros, como tantas joyas de esta Murcia desmemoriada. Sin embargo, algún anónimo funcionario, al que habría que darle una de las mil medallas que cada año se entregan por estos lares, tuvo la feliz idea de instalarla en Vistabella, justo donde se había propuesto ubicar la columna con la Inmaculada.
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Esa obra en piedra, por cierto, la realizó González Moreno, el mismo gran escultor que talló un Corazón de Jesús que ocupaba la hornacina del Salón de Plenos municipal. ¿Y dónde está ahora? Pues en su sitio natural en una sociedad como la nuestra: acumulando polvo en los sótanos del Museo de la Ciudad.
Otra dualidad murciana: una obra de González Moreno en un almacén y una farola, simple por muy antigua que sea, luciendo brazos en uno de los más recogidos jardines de Murcia. Y ahora, como denuncia Huermur y tantos vecinos, al parecer la han modernizado para cumplir con esa supuesta eficacia energética, que implica cambiar su estructura.
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Para entendernos: ya no tienen cristales sus faroles. ¿Y a quién le estorbaban? ¿Y qué necesidad había de armar este escándalo vecinal? Vaya usted a saber. Así que luce, como diría un huertano castizo, pelada, triste y desnuda. Igual eso no tiene importancia. Pero piensen que al Cristo de los faroles cordobés le hubieran colocado los mismos muy modernos y eficientes 'leds'. Por nadie pase, como escribiría Lola García.
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