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Cuando un bar de toda la vida echa la persiana para siempre, cierra mucho más que un negocio. Se pierde un trozo de la historia de una calle, de un barrio, de una ciudad y de todas las personas que han pasado allí parte de su tiempo. Si las paredes de esos locales hablaran contarían muchas anécdotas de las aventuras y desventuras de quienes llenaron la barra de sueños, algunos cumplidos y otros truncados.
Un duelo que están pasando los propietarios de tabernas históricas de Murcia como El Secretario, la cervecería Salzillo y la tasca El Palomo, a quienes la pandemia les ha arrebatado el «epicentro de su vida», como define Salvador Ros. El dueño de la cervecería Salzillo, junto a su hermano José Antonio, no esperaba que aquel 14 de marzo de 2020 cuando se declaró el estado de alarma por la Covid, fuera el último día en el que abriría su bar, ubicado en la plaza de San Agustín desde 1987, aunque la historia de este negocio se remonta más de dos décadas atrás, cuando sus padres, 'El Ñoño' y Anita, abrieron en San Andrés una casa de comidas con pensión.
Conchi Flores (El Secretario): «No había vuelto a entrar al local desde que cerramos y me ha dado mucha pena. Es una sensación muy extraña»
Salvador Ros (Cervecería Salzillo): «Estoy pasando un duelo y me cuesta hasta salir a la calle. Si volviera a nacer, sería hostelero. Lo he mamado desde crío»
José Luis Fernández (El Palomo): «Me duele muchísimo cuando paso por la puerta. Ha sido mi vida y no he vuelto a pisar un bar, es superior a mis fuerzas»
Salvador aún conserva una de las seis mesas de mármol que componían el comedor de aquella pequeña taberna ubicada en la calle Arrixaca donde su madre, una mujer amable ataviada con su eterno delantal y con una sonrisa siempre puesta, atendía a los clientes, cocinaba y arreglaba las habitaciones de la pensión. «A mi madre habría que sacarla en procesión», afirma este hostelero que lleva el oficio en vena. El bar era una extensión de la casa y estaba abierto desde las seis de la mañana hasta las doce de la noche 364 días al año.
«Mis padres trabajaban todos los días menos el de San Pedro, que era el santo de mi abuelo», cuenta Salvador visiblemente emocionado al hablar de sus progenitores. «Recuerdo esos 29 de junio como algo muy especial. Nos compraban ropa, llamaban a un taxista amigo que nos llevaba a casa de mis abuelos en Lobosillo porque mi padre no tenía carné de conducir y después de la celebración, volvíamos a Murcia hasta el año siguiente».
Tiempos en los que el hígado frito con pimienta, sal y un chorro de limón era lo que más se pedía en su bar, donde por las tardes quitaban los manteles a las mesas para que pudieran deslizarse las fichas de las partidas de dominó que se alargaban hasta la hora de la merienda. Salvador estudió hostelería en Marbella, pero la ilusión de su padre era que volviera a Murcia. Lo que le motivó a montar su propio negocio junto a su hermano José Antonio en el barrio donde nacieron.
Cuanto más echa la vista atrás Salvador, menos entiende cómo ha llegado el adiós definitivo de su bar. «Estoy pasando un duelo y me cuesta hasta salir a la calle. Si volviera a nacer, sería hostelero. Lo he mamado desde crío», asegura acongojado. «Nos lo cerraron por la pandemia y después se han juntado las circunstancias y la edad, que se nos ha echado encima. No es el final que nos hubiera gustado tener», confiesa. Lo que peor lleva Salvador es no tener el trato diario con los «clientes que se convirtieron en amigos», con quienes solía bromear al preguntarles si tenían cambio de 50 euros para ver cuánto dinero llevaban en el bolsillo para gastarse en tapas. «El cierre nos ha quitado la vida», resalta. Tanto es así que reconoce que no ha vuelto a entrar en un bar.
La primera vez que lo hizo era un crío y fue en el primer local donde se abrió El Secretario, en el barrio de San Antón. «Me acuerdo que había que bajar dos 'escalonicos' y allí estaba Inés detrás de una pequeña barra en la que había un tanque barrilero con cerveza superfría, su buena mojama y una hueva especial». Inés falleció sin saber que el bar en el que tanto trabajó había cerrado por las restricciones de la pandemia para no volver a abrir nunca más. Sus hijos se lo ocultaron para no hacerle daño. «Hubiera sido un gran disgusto para ella», sostienen. Después de 104 años, este bar centenario, que abrieron los suegros de Inés y que tuvo que sacar adelante junto a su marido, Pepe 'el Nene', también ha dicho adiós para siempre en el último año y medio. Cogieron el testigo después de la muerte del fundador, que era el secretario de las mondas, el término con el que se conoce en la huerta la limpieza de acequias y brazales. De ahí viene el nombre de esta típica taberna familiar que años más tarde regentaron Conchi, Loren y José Antonio, los hijos de los Flores Lorca, la tercera generación de la saga de 'los secretarios'.
«Mira que hemos renegado del bar, pero es muy triste verlo cerrado», dice Conchi, la primogénita de los hermanos, quien no había regresado al establecimiento hasta hace unos días, cuando subió la persiana para hacer la fotografía que se publica en este reportaje. «Está todo igual que el 31 de octubre de 2020. No había vuelto a entrar al local desde que cerramos y me ha dado mucha pena. Es una sensación muy extraña», destaca esta risueña mujer, a la que se le parte el alma cuando pasa por la puerta de El Secretario y su nieta de tres años le pregunta por qué no está abierto el bar de su abuela, en el que jugaba a ser camarera.
José Luis Fernández también está sufriendo las consecuencias del cierre de su segunda casa. «Nos mató no tener terraza», recalca el dueño de la tasca El Palomo, que ha estado abierta en Santa Eulalia durante más de cuarenta años. El bar lo montó su padre en 1978 y José Luis ha trabajado allí desde que cumplió la mayoría de edad. «Me duele muchísimo cuando paso por la puerta. Ha sido mi vida y no he vuelto a pisar un bar, es superior a mis fuerzas», asegura al tiempo que rompe a llorar al contar que su padre acaba de vender el local en el que fue tan feliz.
Estuvo tirando de sus ahorros hasta el 31 de enero del año pasado, cuando su economía empezó a dar muestras de correr peligro. «Tuvimos que tomar la decisión de cerrar, no podíamos seguir así. Hasta mis clientes habituales dejaron de venir por el miedo a los espacios interiores. No había manera de remontar. La pandemia me ha arruinado la vida», lamenta este «camarero de vocación».
A José Luis, Salvador y Conchi les encantaba su trabajo y sienten que con los cierres de sus negocios han dicho adiós a una parte de su vida. La pandemia ha supuesto para los dueños de El Palomo, la Cervecería Salzillo y El Secretario un revés inesperado que les abocó a un final que jamás hubieran imaginado. Santa Eulalia, San Andrés y San Antón ya no serán los mismos barrios sin estos bares, que vivirán siempre en la memoria y en el corazón de muchos murcianos.
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