Leo en LA VERDAD que nueve monumentos de la Región en manos privadas han conseguido ayudas de la Comunidad Autónoma para su restauración... !Dieciséis años ... después de la anterior convocatoria!
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El caso, exponente de la desidia de la Administración regional en este campo, no es único.
La casa Llagostera, en plena calle Mayor de Cartagena, es otro ejemplo. Los proyectos presentados en la última década para restaurar esta joya del modernismo, preservando los restos arqueológicos del puerto romano encontrados en su subsuelo, han topado con administraciones más proclives a imponer un proteccionismo preventivo, a menudo exagerado, que a proponer soluciones viables, dilatando hasta la exasperación los procesos y espantando a los inversores.
Estas dilaciones injustificadas y la incapacidad de las administraciones para armonizar la construcción y la protección del patrimonio histórico inciden directamente en la degradación del centro urbano de Cartagena, que, con sus múltiples solares vacíos y edificios en ruinas, ofrece en muchas zonas una imagen desoladora.
Influye también en ese progresivo deterioro que hay múltiples iniciativas municipales encaminadas a potenciar el atractivo turístico y la actividad de ese espacio, pero pocas para hacerlo más habitable. Prueba de ello es el continuo éxodo hacia el extrarradio y la escasa afluencia en sentido contrario.
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Fiarlo todo al turismo tiene sus riesgos. En recientes viajes a Malta y Sicilia he contemplado los estragos que el turismo de masas origina: urbes inhóspitas, sucias, transitadas por hordas de turistas de todas las nacionalidades que recorren las calles en una especie de gymkana frenética, dejando tras de sí una ciudad más sucia todavía, apenas habitada por personas mayores o inmigrantes, sin los recursos necesarios para mudarse a las afueras en busca de mejores condiciones de habitabilidad y mucho menos para contribuir a la necesaria rehabilitación de los deteriorados edificios en los que residen.
Ciudades sin alma, donde apenas hay comercio de proximidad ni de calidad, pero sí múltiples tiendecillas cutres, donde comprar un imán para la nevera o un preciado botellín de agua. Ciudades-escenario, preparadas para un turismo de consumo rápido: visitas programadas contrarreloj, paradas para llenar el buche y urinarios donde descargar la vejiga. Monumentos únicos en el mundo se convierten en meros fondos de pantalla de miles de selfies que servirán para atestiguar que se ha estado allí. Todo lo demás no importa. No se cuida el entorno. No hay parques infantiles, ni zonas ajardinadas donde hacer una pausa y, si desvías el foco del monumento en cuestión, es fácil encontrar instalaciones sucias o ruinosas en el epicentro de la ciudad.
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En Cartagena se perciben signos de esa deriva. Se celebra el desembarco de miles de turistas en transatlánticos cada vez más grandes como un hito maravilloso, un récord a batir; proliferan los apartamentos turísticos por doquier, y, paralelamente, asistimos al continúo cierre de comercios y establecimientos hosteleros en un casco urbano cada vez más deprimido y vacío, de manera que pasear a la caída de la tarde por las calles San Fernando o Cuatro Santos, a pesar de su cercanía al eje de la calle Mayor-Puerta de Murcia, da hasta miedo. Ofrecemos la majestuosidad del Teatro Romano a nuestros visitantes y en breve el Anfiteatro, y entre ambos, solares destripados y edificios ruinosos, muchos de ellos okupados, convirtiendo esas zonas en territorio comanche.
Revitalizar el centro de Cartagena va más allá de dinamizarlo a golpe de eventos o de aumentar su atractivo turístico con iniciativas loables como la puesta en valor del castillo de los Patos o la rehabilitación del hotel Peninsular o del cine Central.
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Un estudio sobre las ciudades Patrimonio de la Humanidad apuntaba que la población es la savia de una ciudad y concluía que los monumentos no son los que definen los centros históricos.
Si de verdad queremos un casco antiguo para vivir, habría que empezar por poner en el centro de las políticas a los residentes, atender como es debido sus quejas sobre ruido, suciedad, transporte, movilidad, servicios, seguridad, okupaciones... Y a partir de ahí, diseñar un modelo de ciudad, con el respaldo de todas las fuerzas políticas y sociales y el compromiso de las distintas administraciones; una hoja de ruta a medio y largo plazo para hacer confortable y atractivo ese espacio, que contemple desde la dotación de servicios básicos a medidas en tiempo y forma que conjuguen la construcción y rehabilitación de viviendas con el respeto y puesta en valor de nuestro patrimonio. Sin duda, un proyecto complejo por su dilación en el tiempo y los múltiples intereses en juego, para cuya consecución hace falta audacia, consenso y amplitud de horizontes.
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