La calle del Cañón fue el escenario donde ocurrieron los luctuosos hechos.
Fotohistoria de Cartagena

El misterio de la calle del Cañón: Cartagena en tiempos de galeras

Luis Miguel Pérez Adán

Historiador y documentalista

Sábado, 22 de febrero 2025, 08:09

En el siglo XVI, Cartagena no solo era un puerto estratégico para la Corona española, sino también un hervidero de tensiones y conflictos que marcaban ... la vida cotidiana de sus habitantes. Con la llegada de las galeras reales para invernar en sus aguas, la ciudad trimilenaria se transformaba en un territorio sin ley, donde la convivencia se tornaba imposible y el miedo reinaba en cada rincón. Muchos de los sucesos violentos están reflejados en los documentos existentes en el Archivo Municipal de esta ciudad.

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Cuando las armadas del rey atracaban en Cartagena, la calma habitual del puerto y de la ciudad se veía sustituida por un bullicio ensordecedor y peligroso. La población se triplicaba en cuestión de días, es por ello que al comprobar los censos y padrones de aquellos años, los investigadores e historiadores afirman que Cartagena era una ciudad con pocos habitantes, pero eso no se correspondía con la realidad. Censados y contabilizados solo estaban los vecinos, pero la población itinerante era infinitamente superior.

Tropas de marineros y soldados procedentes de los rincones más oscuros de la península y más allá, desembarcaban para sembrar el caos. Estos hombres, muchas veces convictos, vagabundos o presidiarios reclutados forzosamente actuaron con total impunidad respaldados por una cadena de mando permisiva.

No era raro escuchar relatos de robos, vejaciones y asesinatos cometidos tanto por la chusma como por algunos jefes que miraban hacia otro lado. Las familias acomodadas de Cartagena no dudaban en abandonar sus hogares y refugiarse en Murcia o en sus propiedades rurales hasta que el último mástil desaparecía del horizonte y volvía la seguridad.

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El descontrol en las calles obligó a las autoridades locales a tomar medidas drásticas. Justicias, corregidores, alcaldes y alguaciles impusieron severos castigos a aquellos que caían en sus manos, en un intento de recuperar el orden perdido. Sin embargo, estas acciones provocaron tensiones y enfrentamientos constantes con los generales de la Armada, quienes defendían a sus hombres bajo el amparo de una Real Provisión emitida el 15 de diciembre de 1565 por Felipe II.

En ella, el rey ordenaba que las autoridades locales no osaran prender a los soldados de sus galeras. Aunque el Concejo de Cartagena acató formalmente la orden, en la práctica, la lucha contra la criminalidad continuó. Los marinos arrestados estaban encerrados en la cárcel pública, ubicada en los bajos de la Casa Consistorial. La ley del talión se aplicaba con tal dureza que ingresar en aquella prisión era casi equivalente a una condena de muerte por las condiciones tan extremas que en aquel recinto se imponían.

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Décadas más tarde, al construirse el actual Palacio Municipal a principios del siglo XX, se descubrieron restos humanos en esa misma ubicación, una sombría prueba de la brutalidad de aquellos tiempos.

Violencia y desconfianza

En medio de este clima de violencia y desconfianza, ocurrió un suceso que marcaría la memoria colectiva de Cartagena. En la calle del Cañón, antes denominada calle del Beneficiado, según consta en un libramiento del alcalde mayor de 12 de febrero de 1572, no lejos de la Catedral vieja y junto a un baluarte con culebrinas ya inservibles, se alzaba un caserón de imponente aspecto. Su escudo de armas sobre la puerta indicaba la nobleza de quienes allí residían.

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La dueña de la casa era una joven viuda, conocida por su belleza, recato y devoción religiosa. Se decía que su esposo había muerto heroicamente en la batalla de San Quintín, luchando bajo las banderas de Felipe II. Pero su aparente calma se vio sacudida una noche por un acontecimiento macabro. Los guardias del castillo escucharon gritos de socorro y el eco de pasos apresurados que huían hacia el mar. Al amanecer, los vecinos encontraron colgado de un balcón del caserón el cadáver de un capitán de la armada de Sicilia. Una daga atravesaba su pecho, sujetando un pasquín que rezaba en grandes letras: «Justicia de Dios y mía».

La noticia corrió como la pólvora por la calle del Cañón, nunca mejor dicho. La justicia acudió al lugar, retiró el cuerpo y lo enterró en el convento de San Francisco. Sin embargo, nadie pudo esclarecer el misterio. Se especuló sobre una posible venganza, alimentada por las numerosas tropelías cometidas por los marinos contra la población local.

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Dos días después, cuando las galeras zarparon, la nave San Estéfano ondeaba un crespón negro en señal de luto. Una semana más tarde, un carruaje escoltado por jinetes armados partió de Cartagena por el arrabal de San Roque. Dentro iba la enigmática viuda de la calle del Cañón en compañía de una fiel sirviente. Algunos decían que se dirigían a un monasterio cerca de Burgos para tomar los hábitos. Otros susurraban historias más oscuras.

El esclavo tunecino

La desaparición de la dueña de la casa y el testimonio de un esclavo tunecino, quien afirmó que las mujeres murieron en la cárcel tras sufrir torturas alimentó aún más los rumores. Nadie volvió a verlas en Cartagena pero casi todo el mundo sabía que esta señora y su sirvienta apuñalaron a este capitán cuando quiso violentarlas en su propia casa.

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Nadie se atrevió a hablar en voz alta sobre lo ocurrido. La ciudad, cansada de tanto horror, prefirió olvidar. Este suceso no solo revela la dureza de la justicia en la Cartagena del siglo XVI, sino también la valentía de unas cartageneras que no dudaron en defender su honor y sus vidas frente al abuso de poder, aunque aquello significaría su propia e injusta muerte. Quizás, tras los muros de sus calles antiguas y las piedras de sus fortificaciones, aún resuenen los ecos de aquellas noches de espada y arcabuz, de venganzas silenciosas y misterios nunca resueltos.

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