José. LEAFHOPPER
Historias de Jesús Abandonado

«La cárcel me ha hecho más daño que la droga»

Un acercamiento al universo de Jesús Abandonado a través de sus usuarios

Sábado, 12 de diciembre 2020, 02:12

Según la creencia hindú, el ser humano fue creado a partir de diferentes partes del cuerpo de la divinidad Púrusha. Cada parte define el estatus social de una persona y, por tanto, su destino.

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Esta creencia, convertida durante siglos en ley no escrita, dictamina que este orden jerárquico es sagrado y que nadie puede aspirar a cambiarlo en el transcurso de su vida. Solo la reencarnación permite modificar el estatus, soñar con la posibilidad de mejorar en el escalafón social, cambiar el sino divino.

Así, los sacerdotes y maestros, que forman la clase más alta, salieron de su boca; los políticos y soldados, de sus hombros; los comerciantes y artesanos provienen de las caderas; y los obreros, campesinos y esclavos, se formaron a partir de los pies.

Pero hay un grupo social que no encaja en ningún orden jerárquico. Una clase tan baja que se considera que está fuera del sistema. Son los dalits, los llamados 'intocables', o parias.

Los hinduistas los consideran al mismo nivel que los perros, y para sobrevivir, trabajan recogiendo basura y excrementos, o limpiando los inodoros. Sus sombras no pueden cruzarse con alguien de una clase superior, se considera una ofensa, un signo de mal presagio. Y se les castiga por ello.

Podríamos pensar que todo esto no va con nosotros, que nos pilla muy lejos, que aquí, donde no existe Púrusha, somos más justos y mejores.

Pero no es verdad.

Aquí, entre nosotros, hay sombras que evitamos, cruzando la acera, mirando para otro lado, negando la realidad, o escondiéndola.

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No los llamamos Dalits, ni Invisibles. Les llamamos pobres e indigentes. Les llamamos chusma y drogadictos. Les llamamos gentuza. O peor, a menudo, ni los llamamos, que es la mejor manera de que algo no exista. El peor de los castigos.

Pero hay un lugar donde se les llama por su nombre: José María, Fede, Yrina, Ahmed. Un lugar donde los idiomas, las creencias y las sombras se entremezclan, se funden en una misma cola, en la que la única jerarquía es el orden de llegada, la premura, la urgencia, el hambre.

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Un lugar donde solo existe una clase de personas: las dignas. Donde la multiplicación de los panes es un milagro diario, y una ducha te devuelve a la vida, cual bautismo.

Ese lugar no es una quimera, lleva en el mismo sitio cuarenta años.

Se llama Jesús Abandonado.

Ustedes, y yo, hemos pasado por allí muchas veces. Hemos visto la cola, las sombras, y hemos acelerado el paso, aguantado la respiración.

Yo he querido preguntarme quiénes son, por qué están allí.

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He querido sentarme con ellos frente a frente, sin prejuicios, sin temores. Ponerles nombre y rostro. Escuchar, para entender y aprender, para buscar la luz que, intuyo, hay detrás de tanta oscuridad.

José, el renacido

Nos podemos quitar la mascarilla para hablar ¿verdad?», me pregunta.

Le digo que sí. No puede uno pretender conocer a alguien, si ni siquiera conoce su rostro.

«Yo no soy de la cola», me dice, como orgulloso. «He vivido un par de años en la calle, pero apenas usaba el comedor. Solo fui un par de veces, nada más».

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-¿Y cómo hacías para comer? -le pregunto.

-Me buscaba la vida, igual que con la droga. Pero ahora estoy en una casa de acogida de Jesús Abandonado, y voy a hacer las pruebas de acceso para estudiar Integrador Social.

Le pregunto por qué quiere ser integrador social, y me dice que quiere ayudar, ser útil.

-Yo he estado media vida en la cárcel, ¿sabes? Más de 20 años. Por detención ilegal, coacciones, lesiones, robos… 'cosas' así, me cuenta. De sopetón.

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Media vida en la cárcel, y toda la vida en las drogas, desde los quince años.

-Me he quitado ahora, estaba muy enganchado. Me fumaba todos los días 300 euros, pero el día 6 octubre, le di la pipa a María y ya no he fumado más. Ni he fumado, ni voy a fumar.

Quince años, pienso para mí, es casi la edad de mi hija.

-¿Y cómo se torció todo?

-Siempre me ha gustado lo malo, 'quillo', desde pequeño. No sé por qué. Como a otros les gusta estudiar, a mí me gustaba lo malo. Me atraía. Pero yo no le echo las culpas a nadie, de verdad. La culpa la he tenido yo. He hecho siempre lo que yo he querido.

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-¿Te arrepientes?

(Se queda pensando)

-No lo haría más. Pero en aquel momento era lo que me gustaba, y era lo que hacía. Equivocaciones que comete uno, pero no me arrepiento. Si volviera para atrás no lo volvería a hacer; me gusta más como estoy ahora.

-¿Y tu familia? ¿Tienes relación con ellos?

-Tengo cuatro hermanos, pero hablo solo con mi hermana, nada más. Con los otros no estoy enfadado, pero la comunicación se perdió hace mucho. Ellos no son de este mundo en el que yo estaba. Mi madre está muerta, y con mi padre llevo sin hablar 25 años. Una pasada.

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«Es el mejor hombre del mundo». Me dice. De verdad lo creo.

-Ellos hicieron lo mejor que pudieron, solo puedo agradecerles.

Pero con mi hermana sí hablo; tiene dos hijos míos que me los está criando ella.

-¿Y ellos saben de ti?... Quiero decir, ¿tus hijos saben que existes?

-Mis hijos saben que yo soy su padre. Lo saben todo, pero desde que tenían tres años no he hablado con ellos, ni los he visto. Pero voy a hablar por fin con mi mayor el año que viene, porque cumple 18 años, y ha decidido él que ese será el momento para hablar conmigo. Yo lo veo justo. Tengo fotos, ¿quieres verlas?

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(Todos los padres tenemos fotos de nuestros hijos en el móvil, pero en el caso de José, el móvil es la forma en la que ha visto pasar la vida de aquellos a los que más quiere, y que sin embargo, apenas conoce realmente).

-Sé que están bien. Están en una buena familia. Mi familia. Donde yo estaba. Es buen sitio, para hacer lo que quieran ellos, dice. Me han salido bien. Han invertido bien el tiempo.

-¿Cómo conociste Jesús Abandonado? -le pregunto.

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-En la calle, como todos. Ellos hablaban conmigo para que viniera a ducharme, y así conocí a María. Un día estaba en Centrofama, y pasó ella con la moto. Entonces le dije: 'María, necesito ayuda, no quiero estar más aquí'. Y hasta hoy. Ella me buscó el piso. Confió en mí. María ha sido muy importante. De la droga no se sale si uno no quiere salir, ¿sabes? Da igual donde vayas. Pero yo no quiero drogas ya. Estoy harto. Ahora he sido yo el que ha dicho basta. María me dijo que 'palante', y 'palante'.

-¿Y la cárcel?, ¿te ha hecho cambiar?

-La cárcel es lo peor. Lo que más daño me ha hecho. Más que la droga. He hecho muchas cosas, es verdad, pero pienso que el castigo ha sido excesivo. Pienso que la cárcel no es el castigo. A mí me metieron hecho un niño, y eso me ha marcado toda la vida. Ahora voy a estudiar, para poder trabajar aquí, como María. Creo que haber pasado por lo que he pasado puede servirme para ayudar a otros, porque sé cómo se sienten, sé lo que es vivir en la calle, tocar fondo. Hay padres que dicen: 'Que mis hijos no se parezcan a mí'. Yo quisiera que mis hijos se parecieran a mí. Que sean como yo. No quiero que cojan los caminos que yo he cogido, pero sí que sean como soy yo.

Le digo que hay mucha gente que no entendería eso, y le pido que me explique por qué quiere que sus hijos sean como él.

-Porque yo no soy ese que era. Ese era otro. Soy el que ves ahora, y yo soy buena persona. Te lo digo como lo siento. Me gustaría que mis hijos tuvieran mi corazón.

«¿No crees que hay mucha gente en la calle?», le hago saber. Pero él sabe, mejor que nadie.

Hay un montón de gente en la calle, me dice.

-Es de locos. Muchos por la droga, y otros que no tienen la cabeza en condiciones. Pero también hay mucha gente que simplemente no tienen dónde ir, ¿sabes?

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Le digo que no, que no sé, que yo soy un afortunado, que no me imagino lo que tiene que ser, pero que por eso hago esto, para saber.

«La sociedad quiere tapar esa realidad, pero no se puede tapar», me dice.

Quedo con José otro día para hacerle una foto, pero llueve, y el agua lo limpia todo, hasta las sombras. Al llegar, saluda a un joven que aparca coches junto al Hotel Amistad. Se conocen de antes, de cuando José también aparcaba los coches, cuando vivía en la calle, de su otra vida.

El joven, sorprendido, lo felicita. «Pareces otro», le dice, «me alegro por ti».

José le da las gracias, y le dice que él también puede ser otro, si quiere. Pero el joven, educadamente, le dice que no, que todavía no es el momento, y se despiden.

No me lo dice, pero siento que a José le ha hecho feliz escuchar esas palabras.

Yo no le digo, pero por algún motivo, me he sentido orgulloso de él.

Sale un rayo de sol, son solo diez segundos, y David, el fotógrafo, aprovecha rápidamente para disparar y captar la sombra espigada de José. El renacido.

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