El enjuto cazador, en quien el sudor hace brotar reflejos propios de una estatua de bronce, entorna los ojos y fija la mirada en el horizonte, más allá de las ramas espinosas de las mirras y de los arbustos que brotan del polvoriento suelo. Posa ... una rodilla en el suelo y acaricia la bifurcada huella con la yema de sus dedos, como animándola a hablar. Luego se yergue y reemprende la carrera ligera en pos del majestuoso kudu. Si el tiempo significara algo para él sabría que la persecución se prolonga ya casi tres horas. Si hubiera aprendido a medir las distancias conocería que lleva más de veinte kilómetros en las plantas desnudas de sus pies. Si supiera medir el calor, si ello pudiera aportarle algo, comprendería que hace rato que el termómetro brincó de los 40ºC.
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Pero la única sabiduría que requiere en este momento es la que le confirma que el animal está exhausto. Que no le quedan fuerzas para una nueva arrancada. Que sus poderosas patas cederán en unos minutos. Que entonces se tenderá sobre un costado. Jadeante. Derrotado, pero indemne en su incomparable dignidad. El cazador san se aproximará despacio, con un respeto casi reverencial. Como si estuviera a punto de cometer un sacrilegio. Empuñará su lanza y la hundirá profundamente junto al codillo del más bello de los antílopes. Luego le acariciará la testuz y los suaves belfos y, mientras se ve reflejado en el enorme ojo de la bestia, improvisará un rezo para pedirle perdón y agradecerle el regalo de su sangre y de su carne.
La noche ha extendido ya su manto oscuro sobre la mar cuando el 'halcón' de Vigilancia Aduanera fija el objetivo con la inestimable ayuda de sus cámaras térmicas. «Hemos localizado una 'goma' que navega a elevada velocidad. Parece que va repleta de fardos», informa la tripulación al centro de coordinación. El helicóptero vuela a tal altura que es indetectable -ni por los oídos, ni mucho menos por la vista- para los ocupantes de la planeadora. «Dos motores. Cinco hombres a bordo», añaden los tripulantes del 'pájaro'. «Quedaros con ella», les responde el jefe. «Y a ver qué giro llevan».
Sobre el tapiz azabache del Mar de Alborán, al que pocas horas después una luna casi nueva arrancará suaves destellos de plata, la partida de caza se ha puesto en marcha. Ha comenzado el juego. No hay reglas y, una vez más, las apuestas se cruzan a todo o nada. ¿Ganará el más veloz? ¿El más astuto? ¿El más resistente? ¿El más osado? Solo hay una certeza: la jornada volverá a dejar patente que hasta la más pulida superficie del mar guarda recodos en los que tender una emboscada.
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El piloto de la planeadora es zorro viejo. Claro que nadie esperaba que fueran a dejar en manos de un pardillo un alijo de droga que vale un potosí. Navega en paralelo a la costa africana, a resguardo de la línea ficticia que marca el espacio aéreo argelino, consciente como es de que las aeronaves españolas no pueden invadirlo sin verse obligadas a dar muchas explicaciones. Durante unas cuantas decenas de millas, eso le otorgará alguna ventaja. Pero, por si acaso, procede a mover pieza.
Detiene los motores y deja el barco al pairo. Él y sus hombres -el copiloto, dos ayudantes y el 'garantía' de la organización criminal- aprovecharán para reponer fuerzas, para vaciar algunas garrafas de combustible en el doble fondo de la embarcación que hace las veces de depósito, para dormir un rato quien pueda hacerlo... Pero no son esos sus únicos propósitos. En ese paño ningún modisto da puntada sin hilo, ni hay movimiento con el que no se busque obtener provecho.
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Sabe que, mientras la 'goma' está detenida, sin desvelar su rumbo ni su destino final, las aeronaves que pudieran estar vigilándoles, allá desde lo alto, no dejarán de consumir combustible. Y que a no mucho tardar, conforme empiecen a agotarse sus reservas, deberán renunciar a la caza y retornar a sus bases. La espera de unos es, en este asunto, la desesperación de otros.
Miguel Wandosell, jefe de la Unidad Regional Aeronaval de Vigilancia Aduanera, máximo responsable directo de la operación, sabe que es su turno. Llama al puerto de Cartagena y moviliza el patrullero 'Colimbo IV', una embarcación tan ágil que bien podría echarle un pulso a la planeadora de los narcos. «Salidle al paso», ordena al patrón. «Y seguidla procurando que no os detecte». Cuando están ya husmeando el rastro de los traficantes, el helicóptero vuelve a su base.
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Han transcurrido diez horas desde que la negra 'goma' fue detectada, largas millas atrás, y hace ya mucho rato que la tripulación del 'Colimbo IV', con sus potentes radares, observó a su objetivo renunciar al amparo del espacio aéreo argelino y poner rumbo norte, enfilando sin complejos el litoral español. Aunque todavía está a gran distancia de la costa, las unidades terrestres están alertadas por si se lanza de forma inopinada hacia cualquier playa para efectuar la descarga.
Si eso llega a ocurrir, los aduaneros contarán con muy poco margen de reacción: los escasos minutos que tarden un puñado de hombres en dejar en la barca unas cuantas garrafas de combustible, que habrán de servirles para retornar a Marruecos, y en agarrar un par de fardos y salir cortando hacia los todoterrenos. Un visto y no visto.
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Pero, si los planes del piloto no son tales y sigue tragando millas en dirección al Canal de Ibiza, hacia la costa del norte de Alicante, o rumbo a las playas castellonenses de Burriana, que últimamente están tan calientes; quizás hacia el Delta del Ebro, que tampoco sería inusual...; entonces la 'Colimbo IV', veloz, pero con una autonomía bastante limitada, podría acabar teniendo dificultades para seguirla. Y Wandosell toma el teléfono como un maestro de ajedrez toma un alfil.
Son las cinco de la madrugada cuando José Lledó, patrón del patrullero 'Arao', con base en Alicante, se pone en marcha. «Tenéis que salir; hay una neumática con dos motores que os va a pasar por delante». Al curtido marino, con más de treinta años de servicio, no hay que darle muchas más explicaciones. Activa a su tripulación, apenas una decena de hombres, entre los que se cuentan dos novatos en pos de su primera aprehensión, Víctor y Miguel, y, en unos minutos, pone proa hacia las islas Pitiusas. Cuando el sol empieza a rasgar la noche ya tienen a la 'goma' en el radar. La siguen a varias millas, evitando alertar al astuto patrón, pues es consciente de que la patrullera no tendría posibilidad alguna en un duelo de velocidad con la planeadora.
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A lo largo de tres horas de persecución 'soterrada', una tensa calma envuelve cada gesto de la tripulación, que no deja nada al azar. Comprueban que la lancha auxiliar está bien inflada y que el motor está a tope de combustible y arranca a la perfección; cargan el agua y la comida; preparan los chalecos salvavidas y el material contra incendios -no son pocas las ocasiones en las que los traficantes prenden fuego a su lancha-; cargan las pistolas y los subfusiles de asalto; toman los grilletes y las linternas...
Después, Lledó convoca a sus hombres frente a una carta náutica y estudian las distintas opciones que se les presentan en esta lid. Tratan de meterse en la mente del piloto y de adelantarse a sus decisiones. ¿Enfilará hacia Ibiza? ¿Tendrá fijada alguna playa de Jávea o Denia para el desembarco? ¿Seguirá más arriba, hacia el norte? La distancia que haya que recorrer es la última de las preocupaciones de los aduaneros, pues su barco podría perseguirlos casi hasta los confines del mundo. Cuestión bien diferente es la velocidad: la embarcación de los narcos es hasta 15 nudos más rápida y, si recelaran y dieran súbitamente la vuelta, buscando el amparo de las costas africanas, no habría forma de impedirlo.
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En este juego del ratón y el gato todas las bazas están a la vista. Nadie ignora las cartas con las que juega el rival. La clave estriba en lograr combinarlas de la manera más adecuada. Wandosell, que lleva horas haciendo cálculos mentales, ya ha tomado una decisión. Pide la colaboración de la Policía Nacional, que suma a la partida un helicóptero, y a las once menos cuarto de la mañana, cuando la aeronave ya está en disposición de actuar, advierte a los suyos de que es la hora del rock'n'roll. «Meterles caña, muchachos. Vamos a hacerles correr un rato».
La patrullera aumenta la velocidad y se aproxima rápida y sigilosamente a la 'goma', tratando de que no la detecten hasta que ya la tienen encima. Y así ocurre. Apenas una milla les separa de los traficantes cuando estos ponen a reventar sus dos motores de 300 caballos y emprenden una desesperada huida.
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El responsable de la operación ha convertido el acecho en una partida de caza por persistencia. En ningún momento, a lo largo de la noche, ha visto aproximarse otras embarcaciones para suministrar combustible a los malos, por lo que piensa que han consumido prácticamente la mitad de toda la gasolinera que pueden acarrear. De manera que, si entran en pánico y mantienen un buen rato sus dos motores a tope, a razón de 300 litros de gasolina a la hora cada uno de ellos, jamás lograrán retornar a su guarida. Al modo de los cazadores san, Wandosell sabe que el éxito y el fracaso en esta empresa son ahora una mera cuestión de resistencia.
El helicóptero de la Policía Nacional se suma a la fiesta con entusiasmo. Igual que una avispa irritada, comienza a incordiar a los tripulantes de la planeadora. Al principio, con lo que parece una excesiva prudencia. «No se acercaba mucho a la lancha y pensamos que era lógico, ya que se trataba de un piloto acostumbrado a otros escenarios bien distintos, a patrullar sobre áreas urbanas», señala Lledó. «Claro que eso fue hasta que dijo: '¡Allá voy!'. Y entonces fue un espectáculo. Les pasaba tan cerca que agachaban la cabeza, aterrados, por si el helicóptero les daba con los patines. Un auténtico figura ese policía».
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Aterrado, acosado, presionado hasta el límite... el patrón de la neumática comienza a virar, poniendo rumbo sur, y echa mano a la desesperada de la que es su penúltima opción. Sus ayudantes aferran los fardos de droga y comienzan a arrojarlos por la borda, uno tras otro. Confían en que, como en otras ocasiones, los aduaneros detengan la patrullera y, haciendo valer aquello de que más vale pájaro en mano que ciento volando, comiencen a recoger el valioso botín. Mejor eso que retornar de vacío.
Lledó observa flotar los bultos y se dice que se trata de material de calidad. La resina de hachís se acaba hundiendo, con mayor o menor rapidez, pero el polen del cannabis y la cocaína flotan indefinidamente. Pone los motores al ralentí y conmina a sus hombres a pescar los fardos y subirlos a bordo con la mayor rapidez posible. Para cuando los han recogido todos, hasta 25 -en torno a la mitad de la carga, calcula el aduanero-, han perdido media hora larga y la 'goma', lanzada hacia su cueva, les saca un buen puñado de millas. Sabe que, si no han hecho bien los cálculos, ya prácticamente nada podrá detenerla, por más que la 'Colimbo IV' haya vuelto a partir desde Cartagena para intentar cerrarle el paso.
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Para colmo de males, el helicóptero de la Policía, que durante esa larga persecución ha tenido incluso tiempo de retornar a Alicante para repostar y proseguir con su acoso, tiene que despedirse definitivamente. El piloto les marca la última posición de la planeadora y les desea suerte. «En los últimos minutos, han bajado de 47 a 36 nudos. Deben de estarse quedando tiesos de combustible», es el último y esperanzador mensaje que les lanza.
Por fin, cuando ya los funcionarios de la Agencia Tributaria sienten extenderse por sus cerebros el temor a haberla perdido, el radar marca la posición de la 'goma'. Navega apenas a seis nudos. Como el kudu, ha agotado hasta su última reserva. Se detiene. Arranca. Vuelve a pararse. Así hasta media docena de veces. Para entonces, los cazadores ya saben que la presa es suya. Solo resta darle la lanzada de gracia. Tras cinco horas de acoso brutal, mientras se aproximan a la embarcación, uno de los traficantes junta sus manos y las eleva hacia el cielo, reclamando piedad. Después se lleva a la boca las yemas de los dedos en un gesto universal: «Tengo que dar de comer a mi familia». Bajo sus piernas, en la embarcación, aún portan 41 fardos. El alijo asciende a dos toneladas de polen.
«¿Alguien habla español?», les grita Lledó. Y la respuesta que obtiene no deja de sorprenderle. «Pero si somos españoles. Somos de Ceuta». Aunque la anécdota llama a la sonrisa, aún no es momento de chanzas, risas ni felicitaciones. Queda mucho trabajo por hacer y la preocupación principal es evitar un problema grave con los sospechosos. En pocos minutos, la droga está a bordo y ellos están esposados y retenidos en el comedor de la embarcación. Los aduaneros les ofrecen un vaso de leche caliente y algo de comer. Y cuando uno de ellos, extenuado, deja caer la cabeza sobre la mesa y cae en un profundo sueño, un funcionario le coloca una manta a modo de almohada. Que caza y compasión nunca estuvieron reñidas.
La luz del sol comienza a extinguirse allá por donde debe estar el puerto, mientras la emisora difunde las voces satisfechas de los jefes: «Enhorabuena, chicos. Magnífico servicio». Es hora de regresar a casa con el trofeo.
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