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José Alberto González
Murcia
Lunes, 6 de febrero 2023, 00:03
«En el sanatorio de Fontilles, la última leprosería en activo de Europa, yo hacía revisiones a personas que les decían a sus familiares que se iban de vacaciones, para no contarles la verdad del lugar al que acudían. Ocultaban a sus propios hijos que estaban en seguimiento por lepra, por miedo al rechazo», recuerda con tristeza la científica Lucrecia Acosta Soto (El Esparragal, Murcia, 44 años). Rememora su paso, desde 2010 a 2017, por el complejo médico de La Vall de Laguar, en Alicante. Y lamenta que, aunque hay una cura para este mal desde hace 40 años (un cóctel de tres antibióticos por vía oral, de seis meses a un año, que costea la Organización Mundial de la Salud), incluso en países avanzados como España la lepra lleva aún asociada la carga del estigma social. Por si el físico fuera poco.
Esta mala fama está «completamente ligada al desconocimiento y al prejuicio», reflexiona Acosta, profesora de Parasitología en la Universidad Miguel Hernández (UMH) de Elche y única científica de España que realiza el diagnóstico molecular de esta patología. Y cita la raíz histórica de esa fobia a la lepra, de la que se conoció un solo caso en la Región en 2022 y seis en una década (en toda España hubo 102), pero que azota a decenas de miles de nuevas personas cada año en 23 países, con India y Brasil a la cabeza. No en vano, su eliminación es uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas para 2030.
«La lepra es la enfermedad bíblica por excelencia. Se identificó con un castigo divino, con algo asociado a una persona impura y pecadora. Y, en cierto modo, eso se ha arrastrado hasta hoy», comenta Acosta, asesora científica de la Fundación Fontilles y de la Fundación Anesvad. Ambas entidades luchan contra el llamado grupo de enfermedades tropicales olvidadas, a través de proyectos de cooperación internacional.
En el laboratorio del Área de Parasitología de la UMH, que tiene un convenio con Fontilles para la detección de casos de lepra con pruebas PCR (también las ofrece gratis a hospitales), Acosta, que vive en Santomera, vuelca su conocimiento, su compromiso personal por ayudar a los enfermos y una amplia experiencia sobre el terreno. No en vano, ha viajado a países como India, Brasil, Paraguay, Argentina, Colombia, Filipinas y Japón para tareas tan diversas como entrevistarse con enfermos, tomar y analizar muestras biológicas y participar en congresos científicos de primer nivel.
Licenciada en Biología por la Universidad de Murcia (UMU) y doctora en Salud Pública con mención internacional por la UMH, hizo la tesis sobre el diagnóstico molecular de la leishmaniasis. Y una estancia en Londres, en la University College of London, le permitió especializarse en la detección molecular de 'Mycobacterium leprae', «la primera bacteria patógena descubierta» (por el noruego Henrik Armauer Hansen en 1873). La importancia de su labor radica en que, «lamentablemente, no tenemos test rápidos de lepra como los de Covid y gripe, para detectar antígenos o anticuerpos». Tampoco existe una vacuna, aunque en Brasil está en fase de pruebas una fabricada en Estados Unidos. Por el momento, celebra la científica, «los resultados son prometedores».
En definitiva, señala, «el diagnóstico precoz es importantísimo en esta enfermedad, sobre todo para prevenir la discapacidad física de tipo 2», en la que hay lesiones graves en manos, pies y ojos. Y advierte de que si bien la lepra se manifiesta con manchas en la piel y, en su estado avanzado, puede causar la pérdida de dedos y del cartílago de la nariz, «principalmente es una enfermedad neurológica». Ataca a las células que recubren las neuronas y conduce al afectado a un deterioro progresivo de sus capacidades.
«A nivel científico, se sabe aún muy poco de la lepra respecto a otras enfermedades, como su prima hermana la tuberculosis. No se ha encontrado ningún medio de cultivo sintético de laboratorio en que la micobacteria que causa la lepra pueda sobrevivir y ser estudiada. Hay que seguir investigando», indica Acosta. Y aunque se considera una persona optimista, ve muy complicado cumplir el reto de la OMS de erradicar la lepra para 2031.
A las trabas que plantea la infradetección de casos en la superpoblada India y otros países, que sufren problemas de desarrollo económico, social y educativo, se suma el efecto de la pandemia de Covid-19. Miles de personas, en especial mujeres de zonas rurales pobres, con precariedad en los servicios sanitarios y en el acceso al agua potable y a una buena nutrición, enferman a un ritmo superior al previsto.
En España, ha crecido el número de diagnósticos en mujeres. Y, por edad, el perfil con más incidencia es el de personas de 25 a 44 años, seguido por el tramo de 45 a 64. La mayoría de los casos son importados de Sudamérica y algunos son «autóctonos», apunta la investigadora. Y afirma que las estadísticas no permiten conocer, «a ciencia cierta», si existe transmisión comunitaria.
«La lepra tiene un periodo de incubación de uno a dos años y puede dar la cara hasta en quince», lo que complica el rastreo. En todo caso, los especialistas sí tienen claro que el principal factor de riesgo es el contacto estrecho con un paciente sin tratar.
La lepra, que se transmite por gotas microscópicas que salen de la nariz y de la boca, tiene una capacidad infecciosa bastante baja. Y lo normal es que quienes se contagien sean «las personas que viven con el paciente». Además de este factor intrafamiliar, hay otro relevante: la «susceptibilidad» o predisposición genética.
A pesar de ello, por lo vivido en primera persona a veces Lucrecia Acosta se pregunta: «Si yo me contagiara, ¿cómo actuarían mis amigos? ¿Dejarían que yo me acercase a sus hijos?». Gracias a investigadoras como ella, la ciencia tiene respuestas para reaccionar sin rechazo ni «miedo». El tratamiento es ambulatorio, es decir, sin hospitalización; y, «a partir de que empieza a tomar los antibióticos, el paciente deja de contagiar».
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