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Las pequeñas Gali, Wafaa y Aichatu llegan agotadas junto a otros 38 niños de los campamentos saharauis a bordo de un autobús que descarga un torbellino de emociones en el Campus de Espinardo en la mañana de este martes. Aunque todo el cansancio acumulado en el largo viaje que iniciaron a las seis de la tarde del día anterior parece esfumarse en el momento en que ponen un pie en territorio murciano y comienzan a recibir el cariño y los abrazos de quienes, durante los próximos dos meses, serán su familia y su hogar como participantes del programa Vacaciones en Paz que la Asociación Sonrisa Saharaui repite cada verano, y que este año ha visto un importante incremento de acogidas, al pasar de las 29 de 2023 a 41.
A Gali, de once años, la esperan muertos de ganas María Luisa Cayuela y Víctor Mulero, residentes en el Mirador de Agridulce, en Murcia, junto a sus tres hijos de 12, 15 y 17 años.
Es el tercer verano que la niña pasa en Murcia, fascinada por el agua de las piscinas y de las playas a las que suelen llevarla, un elemento al que ella y sus compañeros de viaje tienen acceso restringido en los campamentos del sur de Argelia, donde su pueblo lleva medio siglo exiliado.
Nada más verles, Gali dibuja una amplia sonrisa. «Es muy viva, tiene muchas ganas de jugar y de conocer cosas nuevas», cuenta María Luisa, que explica cómo empezó a dar vueltas a la idea de acoger a niños tras el estallido de la guerra de Ucrania. «Queríamos ayudar, cuando una sobrina mía me comentó que también había otros niños que desde hacía más tiempo necesitaban ser acogidos», señaló. Hablaron con Juana Abenza, presidenta de Sonrisa Saharaui. «En ese momento se encontraba en el campamento y era el último día para apuntarse. Parecía el destino», dice María Luisa.
Aichatu también repite este año, con su regreso a Cehegín, donde la acogen Paco García y Cati Cava. Su hija María del Mar es ya casi una hermana para ella. Tras la experiencia del verano pasado, todos tenían claro que volvería. «Hemos estado en contacto permanente con ella y su familia. Estábamos deseando que volviera», explica Paco.
Para Wafaa, en cambio, es la primera vez en España. Andrés Pérez y Úrsula Gil no pueden ocultar los nervios a los pies del autobús, donde las familias nuevas esperan a los últimos turnos. «Es mi cumpleaños, así que no puede haber regalo mejor», comenta Úrsula, que irradia felicidad mientras se pregunta qué aspecto tendrá la menor que dormirá en su vivienda de Cabezo de Torres, y que está ya a punto de aparecer por la puerta.
Mavia De Moya, miembro de la Asociación, recuerda la realidad que viven estos pequeños, que gracias al programa acceden cada verano a revisiones médicas y pueden esquivar las extremas temperaturas del desierto. «El pueblo saharaui no tiene recursos propios ni fuentes de ingresos que no sean las familias y las asociaciones que colaboramos con ellos. No tienen más sanidad que la que proporcionan los voluntarios, y se ven sometidos también a una alimentación deficiente».
Los menores pueden formar parte del proyecto durante tres años, antes de dar paso a otros participantes. «Eso lo llevo un poco mal», reconoce María Luisa, que afronta su último verano con Gali, elevando la cabeza para contener las lágrimas. «Va a ser muy doloroso, porque el vínculo es muy fuerte». Luego mira a Gali y se le pasa. Cuando se marchan, todo son sonrisas y abrazos camino del coche.
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