JUAN SOTO IVARS
Domingo, 27 de septiembre 2015, 20:21
Los independentistas creen que el lunes cambia la historia de Cataluña. Es un fenómeno de sonambulismo agudo: por más que toda clase de poderes y potencias nacionales e internacionales les digan que están soñando, ellos se empecinan. Creen que basta con votar a Junts pel Sí o la CUP para que el proceso secesionista se complete a la mañana siguiente de las elecciones. Les parece tan fácil como cambiar el reloj de hora. A las tres serán las dos, y Cataluña ya no formará parte de España.
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Durante la campaña electoral, esta ilusión obsesiva ha provocado muchos momentos de vergüenza ajena. Gracias a la capacidad inagotable de ridículo de nuestros políticos, los episodios vergonzantes se han reproducido, por igual, en el bloque independentista y en el llamado unionista. Así, hemos visto a Raül Romeva empecinarse en que la Comisión Europea no estaba diciendo lo que todos estábamos oyendo, y a Mariano Rajoy hacerse un lío con las nacionalidades en una entrevista radiofónica.
Ha quedado patente lo de siempre: los políticos no están a la altura de sus ciudadanos. Tanto los independentistas como los que preferimos una España unida hemos tenido que tragar saliva y desviar la mirada cuando salía a la palestra un defensor de nuestra causa. Hemos llegado, así, hartos y enfadados a las urnas, y hoy iremos al colegio electoral cogiendo el sobre con papel de fumar.
Las explicaciones oficiales son tan deficientes que uno se ve obligado a mirar atrás y a hacer ejercicio introspectivo para recuperar la perspectiva. Si quiero explicar lo que está pasando en Cataluña, primero apago la radio y la televisión, encierro en la nevera las declaraciones de esos cabestros de la política y me pongo a recordar el último Talgo Lorca-Barcelona que cogí sin billete de vuelta. Fue en 2013, justo cuando los independentistas ya se habían reproducido como 'gremlins' bajo la gota fría.
Ahora hablaré de amor, porque no se puede comprender la relación entre Cataluña y el resto de España si uno no ha tenido desventuras amorosas. Amor y conflicto, amor y Cataluña: nociones muy ligadas para quien les habla.
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Yo he tenido siempre una tendencia curiosa a enamorarme de mujeres catalanas. Mi primer amor barcelonés no salió rana, salió bicha directamente, y acabé volviendo a Murcia con el rabo entre las piernas. El segundo, después de sacar el rabo de entre las piernas, sí que salió rana. Me escupió en la cara y regresé otra vez a Murcia, cabizbajo y derrotado. Puse a Dios por testigo de que no volvería a Barcelona ni atado, y no, no tuvieron que atarme, porque me enamoré de otra catalana y desanduve el camino como una oveja descarriada. Por fortuna, a la tercera fue la vencida: el amor me sonríe cada mañana, cada tarde y algunas noches, y así es como me he instalado nuevamente en Barcelona.
- ¡Vaya momento para irte a vivir a Cataluña!, me dicen mis amigos murcianos.
-El mejor -respondo yo-, porque aquí es donde están pasando las cosas importantes.
Mis viajes a Barcelona en busca del amor empezaron en 2010. Ya entonces me di cuenta de que cuando un catalán insultaba a España me venía un amor a la patria digno de legionarios. No me apetecía caer en un nacionalismo por estar rebotado con el otro, así que me dediqué a racionalizar este fenómeno visceral. Lo explica muy bien Fernando Fernán Gómez y a él le pido prestadas las palabras. Él decía que amaba a España, pero luego se preguntaba: «Y entonces, ¿amo Lugo? ¿Acaso he estado yo en Lugo? Pues no, no he estado en Lugo, así que sería absurdo que amase Lugo, pero en cierto modo sí que lo amo porque Lugo es parte de España. ¿Cuándo noto que amo a España? Cuando alguien la insulta y yo me ofendo».
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El amor a las naciones se exacerba cuando alguien se está cagando en ellas. Aquí está la primera pista para averiguar qué les ha pasado a los catalanes en los últimos tiempos. ¿Se han vuelto locos? Tan locos como un amante despechado, y si usted ha estado en la situación de amar a quien le desprecia, sabrá que se pierden los papeles hasta mucho más allá de los límites del decoro.
Para los independentistas es una verdad incuestionable que los españoles detestan Cataluña. Reciben señales de catalanofobia constantemente a través de los canales y periódicos de la derecha dura de España. Cada burrada que sueltan en el plató de 13tv es amplificada por la prensa nacionalista, muy interesada en agravar las diferencias. Al mismo tiempo, cuando un catalán cafre suelta una 'boutade' sobre España, ahí están ciertos medios españoles, ávidos de sangre, dispuestos a importar el insulto fresquito a un público cada vez más ofendido.
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Hace unas semanas estuve con Juan Arza, miembro de Sociedad Civil Catalana, una asociación de catalanes contrarios a la independencia. Arza, a quien los independentistas detestan, me dijo algo importantísimo: si un murciano desea fastidiar al nacionalismo catalán, lo que tiene que hacer no es devolver el insulto amplificado como seguramente le pida el cuerpo, sino demostrar amor e interés por Cataluña. Así llegamos a la primera paradoja de estas reflexiones amatorias: en Cataluña, sobre todo desde el auge independentista, es donde encontrará usted a las personas que aman con más intensidad a España. Al mismo tiempo, descubrirá que las posturas más contrarias a la unión de España son fáciles de matizar, siempre que uno tenga mano izquierda y demuestre que no es un enemigo declarado del catalanismo.
Por suerte, algunos políticos españoles se han dado cuenta de que el respeto es la única manera de solucionar el conflicto y han abandonado las armas. Evitan el cara a cara con el nacionalismo duro y proponen convertir a Cataluña en protagonista de la política española. Miquel Iceta, del PSC, ha convencido a Pedro Sánchez para que proponga un traslado del Senado a Barcelona, lo que daría por fin a esta cámara una utilidad palpable. Además, altos cargos del PP han admitido que estaría bien celebrar consejos de ministros en el Palacio de Pedralbes.
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El cambio se nota en estos detalles pequeños, aunque para muchos catalanes llega un poco tarde. El gran desbarajuste vino cuando un Zapatero bisoño prometió a Maragall que, si ganaba, iba a traerle bajo el brazo un nuevo estatuto de autonomía. A Zapatero le pasaba entonces lo que a casi todo el mundo: sabía que tenía tantas posibilidades de ganar las elecciones como una mesa de camilla. El problema vino cuando salió presidente y tuvo que cumplir con su palabra. Al conocer la noticia de que el PSOE iba a darles más autonomía a los catalanes, los populares, que no habían digerido su derrota, montaron en cólera y organizaron un boicot a los productos catalanes y una recogida de firmas para boicotear el Estatuto. Si estos señores hubieran sabido el lío que estaban organizando, seguramente hubieran recogido firmas para convertir en Sumo Pontífice a Pedro Ruiz, pero nunca se ha caracterizado el político español por una visión a largo plazo.
Fue el momento fatídico, y te lo dice cualquier catalán informado. El pacto con Pujol en la primera legislatura de Aznar quedaba enterrado en los libros de historia. A partir de 2006, el PP perdió su interés electoral en Cataluña, y los catalanes, por su parte, decidieron que no podían esperar nada de un gobierno del PP. A partir de aquí, la historia es bien conocida. La identificación de los catalanes con el Estado español se ha debilitado más y más con cada falta de sensibilidad del PP hacia las diferencias de Cataluña.
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No soy ingenuo, aquí no hacen falta sardinas para tener sed, y quien no corre vuela. Como les decía antes, me he enfadado muchas veces viviendo en Cataluña. Recuerdo una de mis primeras escapadas a Gerona y la sensación de cólera cuando vi arder una bandera de España en un concierto punk de las fiestas patronales. Recuerdo también la mirada de desprecio de un joven cuando me oyó decir que era murciano, y la obcecación con que otro me hablaba en catalán aunque yo le preguntaba en castellano. Pero hay que dejar claro esto: gilipollas hay en todas partes. Si uno pregunta, descubrirá que muchos catalanes han tenido experiencias parecidas cuando han viajado por España. Han recibido comentarios llenos de rabia de españoles con carné de gilipollas de la misma forma que muchos españoles han tenido malas experiencias en Cataluña.
Así, confundiendo la anécdota con el cuadro general, hemos llegado al clímax del enfrentamiento entre dos pueblos que se quieren. Los catalanes van a votar por la independencia y todos sabemos que ese proyecto es una quimera imposible, pero también es cierto que tendremos que negociar con ellos. ¿Cómo lo haremos? ¿Qué puede hacer un ciudadano como usted y como yo, que soporta los insultos a España y asiste con impotencia a una deriva independentista que parece cada día más exacerbada?
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Podemos hacer lo que propone Juan Arza: demostrar a los catalanes que los queremos con nosotros. España no existiría sin Cataluña, y nuestro amor a España no tiene sentido sin una admiración por la lengua y la cultura catalanas. Los independentistas dicen «ahora es la hora» y yo les digo a ustedes lo mismo. Ahora es la hora de recuperar el equilibrio. Si una ardilla cruza España desde Cádiz al Pirineo, no tendrá la sensación de haber pisado dos países, sino quince diferentes. Es una suerte tener tantas realidades diversas en un solo país y, para conservarlas, hemos de demostrar que el amor a España radica en una admiración por las diferencias.
A partir del 28, será irresponsable hacer el juego a los separatistas. Cuando digan que ellos son diferentes, respondámosles que sí, y que nos gustan por eso.
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