Un crespón negro en señal de duelo en la puerta del centro de mayores; el símbolo se repite por toda la localidad.

Un pueblo herido

Bullas trata de recuperar la vida cotidiana y de sobreponerse a la tristeza; las catorce víctimas de la tragedia están presentes en todas las esquinas

Javier Pérez Parra

Domingo, 16 de noviembre 2014, 00:32

Cae con suavidad la lluvia sobre los escolares más tardones, que apuran sus pasos en un intento por llegar puntuales al colegio. Arrastran sus mochilas cargadas con libros y almuerzos, y el traqueteo que dejan tras de sí se confunde con el sonido de los coches que van hacia el polígono y con las pisadas de quienes madrugaron para comprar la barra de pan recién hecha. La vida cotidiana arranca en Bullas. Hace ya un par de horas que los 60 trabajadores del turno de mañana de la conservera El Mensajero, una de las mayores empresas de la localidad, comenzaron a enlatar peras. Los bancos están abiertos; también las cafeterías, donde humea el café.

Publicidad

Es viernes y lo normal sería que los planes para el fin de semana protagonizasen las conversaciones, que el horizonte de un tranquilo domingo de otoño animase el espíritu e hiciese brotar una sonrisa. Pero nada es normal para los 12.288 habitantes de la localidad desde que a las 23.10 horas del sábado pasado un autobús de la empresa J.Ruiz, matrícula 2672BKZ, se despeñase veinte metros por un barranco al tomar la salida de la autovía A30 a la altura de la Venta del Olivo. Quedaba poco más de media hora para que sus 57 ocupantes -55 pasajeros más el conductor y el copiloto- llegasen a casa después de una breve excursión al convento de las carmelitas en La Aldehuela, en Madrid, para visitar los restos de la madre Maravillas, una religiosa canonizada en 2003 muy vinculada a Bullas. La peregrinación es una tradición que lleva repitiéndose desde hace años, pero en esta ocasión 14 de los viajeros nunca regresaron. Otros 43 lo hicieron con heridas físicas que sanarán mucho antes que las que han quedado en el alma.

Primero fue el 'shock', el horror en la noche más larga que se recuerda en Bullas. Después, el dolor, la tristeza y el silencio han calado hasta los huesos en los habitantes del pueblo. La pena sigue en las entrañas, pero los bullenses tratan de recuperar la cotidianidad como única forma de seguir adelante. En el IES Los Cantos, donde 23 de los 663 alumnos han sentido directamente el zarpazo de la tragedia -tres han perdido a sus madres y el resto a tíos o abuelos-, han decidido afrontar las clases, que se reanudaron el martes, con la mayor normalidad posible. «Hemos hecho dinámicas de grupo con los chavales. Cada uno ha contado su experiencia, cómo lo ha vivido. Eso les ayuda a aceptar la situación», explica Rafael Ángel García, psicólogo y orientador del centro. Los tutores están ahora atentos a cualquier signo de estrés postraumático. «Se ha hablado con los profesores y se les ha dado una serie de consejos; si observamos que algún alumno requiere una atención especial e individualizada, actuaremos», subraya el orientador. Rafael Ángel García no dudó en plantarse el sábado por la noche en el pabellón municipal, convertido en un gigantesco tanatorio donde las familias fueron informadas de la suerte de sus seres queridos. Hasta el amanecer permaneció allí el orientador del IES Los Cantos, como muchos otros profesionales que dieron lo mejor de sí mismos. El martes, ya reabierto el centro, la Consejería de Educación envió un equipo de tres profesionales para ayudar a Rafael en su tarea.

También en el colegio público Obispo García Ródenas tratan de sobreponerse a lo ocurrido. Tres alumnos han perdido aquí a sus abuelos. Los niños, sin embargo, son capaces de superar la pérdida quizá con mayor facilidad que los adolescentes del IES Los Cantos. Los pequeños no han renunciado al alegre griterío, aunque la tristeza está presente en los pasillos y en las aulas, donde los maestros hacen de tripas corazón. «Lo importante es que los niños no te noten afectado. Si ellos comprueban que los adultos lo van asumiendo, ellos también lo hacen», explica Raúl Guirado, el secretario del colegio. «Estamos alerta por si vemos a algún alumno que no es capaz de superarlo. Esto ha sido una catástrofe, algo muy difícil de llevar para todos. Hemos intentado explicárselo con la mayor normalidad. Algunos hacen preguntas, o te dicen: 'mi abuelo ha subido al cielo'».

Los niños han escrito cartas y hecho dibujos para Mateo, el conserje del colegio, uno de los supervivientes. «Se los hemos llevado al hospital», cuenta Raúl Guirado. Por desgracia, no es Mateo el único que necesita apoyo entre los trabajadores del Obispo García Ródenas. La tutora de una de las clases de Primero ha perdido a su madre, Catalina Sánchez, que era además una de las organizadoras del viaje. 'Cati' deja tres hijos y dos nietos. Tenía a un tercero en camino; lo esperaba para marzo.

Publicidad

Todo el mundo se conoce en Bullas, y por eso Raúl no solo llora a la madre de su compañera. También a Inmaculada García, de 34 años, la más joven de entre los catorce fallecidos. «Tuve dos hermanos suyos como alumnos», confiesa con los ojos humedecidos. Inma trabajaba de administrativa en una fábrica de envases y estaba ilusionada; tenía planes para independizarse y se había comprado hace poco un piso.

Epicentros del dolor

No hay forma de dar un paso en Bullas sin palpar la tragedia. Está presente en el cielo, a ratos plomizo, y en el viento que baja desde el cementerio y llega al centro tras atravesar el barrio Nuevo y el del Paraíso, donde se encuentran la mayoría de las casas que han perdido moradores. Todavía permanecen, raídas o arrancadas por el viento, las cintas con que se decoraron las calles durante las fiestas de agosto. Pero hay otros epicentros del dolor, y uno de ellos es la conservera El Mensajero, que ha perdido a tres de sus trabajadoras: Charo García, Carmen Pérez y María Gregoria Tamboleo. Hay además doce empleadas heridas. La empresa abrió sus puertas el jueves, tras tres días de luto. «La vuelta al trabajo ha sido dura. Ves el sitio en el que estaban tus compañeras y se te encoge el corazón; es horrible», confiesa Dolores, la presidenta del comité de empresa. Ocupar los huecos que las víctimas han dejado en la cadena de montaje -en la zona de pesado y en la de salida de los botes- ha costado. «Al principio nadie se quería poner allí», admite Joaquín Pérez, el gerente. En la nave hay un pequeño altar con un Cristo que ahora aparece rodeado de velas y flores.

Publicidad

La tragedia se ha cebado con los peregrinos que venían de venerar a la madre Maravillas y con sus familiares, mayoritariamente creyentes, que buscan ahora respuestas: ¿cómo pudo terminar así un viaje cuya razón de ser era la fe? En la parroquia de Nuestra Señora del Rosario, desde donde se organizaba todos los años la excursión, la penumbra envuelve un silencio solo roto por sollozos. Arrodillados, o sentados con la mirada perdida entre imágenes que observan mudas, muchos vecinos rezan para encontrar consuelo. «La gente se hace preguntas. Unos hijos que han perdido a sus padres me decían el otro día: 'No lo entendemos'. Ni yo tampoco lo entiendo, claro. Pero tenemos fe y sabemos que hay un más allá», asegura Cristóbal Sánchez Amor, sacerdote de 76 años, que está echando una mano para cubrir el hueco que ha dejado Miguel Conesa, el joven cura de 36 años que se hacía cargo de la parroquia del Rosario desde hacía solo un par de meses, y que falleció junto a sus feligreses en el autobús siniestrado.

«En este tiempo que ha estado en Bullas no lo vi enfadarse nunca. A las ocho y media de la mañana ya tenía abierta la iglesia; cuando yo llegaba me lo encontraba rezando en la capilla», recuerda Cristóbal Sánchez Amor.

Publicidad

Pero no son las metafísicas las únicas preguntas que rondan estos días por la localidad. ¿Qué ocurrió para que Norberto G. V., el experimentado chófer que manejaba el autobús, perdiese el control del vehículo en la salida de la autovía y terminase volcando? Mientras el delegado del Gobierno, Joaquín Bascuñana, apuntó rápidamente al exceso de velocidad como causa más probable, el conductor insiste en que le fallaron los frenos. El debate está en todas partes. «Yo creo que fueron los frenos, lo que pasa es que le quieren echar el muerto a él», defiende Francisco García mientras echa un vistazo a los titulares del periódico y se toma su café en el bar Hernández, junto a la parroquia. «Que no, que no puede ser. ¿Es que no tenía sistema de frenado eléctrico? No me lo creo», le responde un amigo. «No sabemos lo que ha pasado, todo esto es especular», tercia Salvador Hernández, el dueño del local.

Será la investigación abierta por la Guardia Civil la que arroje luz sobre los hechos. De momento, lo que está claro es que el vehículo iba a 90 kilómetros por hora en el carril de salida de la autovía. Así lo marca el tacógrafo. Norberto G. V. vive en Caravaca pero es muy conocido en Bullas, porque ha trabajado como chófer en la localidad.

Publicidad

De vuelta a su frutería

Muchos de los pasajeros dormitaban cuando se produjo el accidente. Otros no pueden recordar bien ese momento por efecto del 'shock'. Algunos, por el contrario, son incapaces de retirarlo de su memoria. Todos intentan superar el trance de la mejor manera posible. Ana María Álvarez abrió el martes su frutería, en el mercado de abastos. Está todavía magullada y tiene que volver al médico para hacerse radiografías. «Algo tengo que tener porque el brazo no lo puedo levantar», cuenta. Pero ni el dolor físico ni la pena han conseguido dejarla en casa. «No duermo por las noches, estoy llena de moratones y tengo mucha tensión. Pero encerrada no me puedo quedar y no voy a dejar a mis hijos solos haciéndose cargo de la frutería», zanja. Ya no quiere narrar el accidente. Lo ha contado demasiadas veces y siente que si vuelve a hacerlo se derrumbará en medio de la clientela.

La gente ha vuelto al mercado, pero no hay ni rastro del habitual bullicio del lugar. «Está todo mucho más silencioso. Los vecinos vienen porque tiene que comprar, pero con mucha tristeza», resume una de las tenderas. También la gente empieza a volver a los bares, pero con idéntica pena. «Esta mañana he tenido aquí a tres viudos desayunando, y los tres con hijos adolescentes. Imagínate, no sabes ni qué decirles», confiesa el hostelero Salvador Hernández.

Noticia Patrocinada

A mediodía, el centro de Bullas parece recobrar algo el pulso. Sus habitantes van y vienen, de las tiendas a los bancos, del Ayuntamiento al mercado. Pero después de comer, la tristeza va ocupando el lugar del sol, ya en retirada. Las calles se vacían. En el cementerio, en la parte más alta del pueblo, hay sin embargo más visitas de lo habitual. Los vecinos contemplan, unos con lágrimas y otros ya sin ellas porque no les quedan, la enorme pared de coronas de flores que cubre los nichos de las víctimas. De ayuntamientos de toda la Región, de la conservera El Mensajero, de la peña La Cebolla, a la que pertenecían varias fallecidas, entre ellas Encarna Martínez Melgar, que trabajaba en Mula, en Cofrusa, y que encontró la muerte junto a su amiga Ascensión Durán, una luchadora que se ganaba la vida limpiando casas para sacar adelante a sus dos hijos y a su marido, en el paro y con una minusvalía.

Charo llora con serenidad frente a las tumbas, acompañada solo por el viento que arrecia furioso. «Era muy amiga de Gregoria Tamboleo (una de las tres trabajadoras de El Mensajero fallecidas). Hace quince días estuvimos tomándonos una cerveza», relata. Charo también conocía mucho a Carmen Mellado, una vecina del barrio del Cura que se apuntó a última hora porque quedaban billetes libres. «A Carmen se le murió un hijo con solo cinco años de un accidente, atropellado. Ahora tendría la misma edad que mi hija, 35. Siempre que nos veía, nos lo recordaba». Carmen Mellado descansa ya, treinta años después, en el mismo nicho que su pequeño.

Publicidad

Hay quien se enganchó en el último momento a la excursión, y hay quien llevaba años apuntándose y ésta vez no pudo ir. Es el caso de la madre de Marta Sánchez, que atraviesa las calles del barrio del Paraíso camino del centro de salud, donde la unidad del Centro de Hemodonación de la Región ha venido a recoger sangre, como hace habitualmente. «Siempre dono, pero ahora estoy más concienciada. Mi madre se ha salvado porque se hizo una fisura en el pie y terminaron vendándole media pierna. Tenía el billete comprado desde hace dos meses, pero yo le dije que ni se le ocurriese irse así. Fui y devolví el billete. La persona que ocupó su asiento está muerta. Lo sé porque me lo han dicho, pero no quiero saber quién es», relata.

«Cuarenta años casados»

Atardece en Bullas, y comienza otra larga e interminable noche que muchos pasarán en vela. Mateo López ha perdido a su mujer, Carmen Pérez, de 61 años, y a su hermana, María López, de 71. La casa se le cae encima, y busca refugio en su consuegro, Ginés 'el Fabio', y en una cerveza sin alcohol en uno de los bares de la plaza de España. «Vengo del huerto, y luego me he pasado por el taller mecánico de un amigo. No puedo estar en casa, pero tampoco en otro sitio», admite hundido y al mismo tiempo entero. «Mi mujer y yo llevábamos cuarenta años casados. Y antes habíamos estado siete u ocho de novios». Mateo era encofrador, pero vive de su pensión desde que sufrió un infarto. Su mujer, Carmen, trabajaba en la conservera. Tres hijos y cuatro nietos arropan ahora al viudo. «Mi mujer iba sentada junto a la ventanilla, y mi hermana en el otro lado del pasillo. La persona que estaba entre las dos sobrevivió», relata. Mateo se pierde en sus pensamientos mientras sus amigos le acompañan sin palabras. El silencio se vuelve espeso en el bar y en las calles. Bullas no duerme, solo cuenta las horas para que el sol salga y ofrezca algo de consuelo.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Primer mes por 1€

Publicidad