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Raúl Hernández
Lunes, 5 de mayo 2014, 19:18
La historia de Mohamed Dore no es nueva ni exclusiva. Tampoco la más trágica que se pueda contar cuando se aborda el tema de la inmigración ilegal. Es simplemente una historia dura, arrancada del nefasto negocio de la inmigración ilegal, envuelto en promesas irreales de paraísos idílicos en países donde el futuro está asegurado solo para una minoría. Un negocio favorecido por el chantaje de los países lanzadera a los países de llegada donde las políticas inadecuadas y egoístas resultan inservibles para contener un drama humano.
Lo que cuenta este guineano de 22 años forma parte de esa fábrica inagotable de historias y tragedias. Su relato no es el de un viaje, es el de una huida, una fuga de la miseria que nadie querría hacer.
Hastiado de la violencia y la pobreza del país y con una familia de 15 hermanos sin apenas oportunidades para trabajar, con 17 años salió de un pequeño pueblo de Nzerekoré al sur de Guinea Conackry en dirección a Mauritania, atravesando dos países. Allí estuvo trabajando en el puerto de Nuakchot, la capital del país. Ahorró todo lo ganó para pagar los 500 euros que costaba subirse a lomos de un cayuco. Allí, le esperaban otras 72 personas, entre ellas niños de 10 y 11 años.
Mohamed recuerda que el capitán les dijo que la barcaza debía llegar en tres días, pero el mal tiempo y las fuertes corrientes erraron el rumbo y la embarcación quedó a merced del océano. «Sin comida y sin agua, la gente comenzó a enfermar y morir. El chico con el que me sentaba murió a mi lado. Lo tiramos al agua porque no podíamos llevar los cadáveres a bordo». En total lanzaron 35 cuerpos por la borda. Tras once días a la deriva, el mar les devolvió a la costa de Mauritania. Desde allí volvió a caminar por el desierto para regresar al punto de partida y volver a subir en otra patera. «Ninguno de los que sobrevivieron quisieron intentar otra vez el viaje. Solo un chico de Ghana y yo regresamos al puerto para probar suerte de nuevo», recuerda.
En ese segundo intento arribaron a la isla de La Gomera en cuatro días. Era el año 2009 y la llegada de cayucos al archipiélago se había convertido ya en un serio problema. Desde allí los trasladaron al centro de internamiento de extranjeros y luego fue derivado a Murcia. Una vez aquí y a través de una ONG ha conseguido un puesto de como vigilante en un edificio religioso en la ciudad.
Parte de lo que gana lo envía a su familia. Desde allí, sus catorce hermanos le dicen que quieren recorrer sus pasos y venir a España. Él se niega porque cuando echa la vista atrás y recuerda el infierno que tuvo que pasar piensa que no merece la pena jugarse la vida por la realidad que se encuentran cuando llegan.
«Nada de lo que te dicen y te prometen es real. Cuando pienso lo que he pasado para llegar aquí me asusto. Pero desde África las cosas se ven de otra manera. Te dicen que al llegar aquí todo va a ser bonito, que tu vida va a cambiar y que en Europa hay futuro para todos.
Eso es lo que les pasa a los que ahora están cruzando por Ceuta y Melilla y los miles que esperan en la montañas escondidos esperando la oportunidad para saltar la valla. Da igual lo alta que esté, o lo profundo que sea el mar, o que dejes la vida por el camino. La gente esta desesperada y cuando no tienes nada todo da igual. En esa situación o los políticos cambian las leyes o la gente no va a dejar de intentarlo», asegura Mohamed.
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