
Pepa García. Fotos: Guillermo Carrión
Sábado, 20 de abril 2013, 00:27
En Abanilla parece haberse detenido el tiempo. Los chiquillos juegan en las calles sin peligro. Las mujeres siguen juntándose en el antiguo lavadero público para hablar de sus cosas a media tarde. Las callejuelas, estrechas, sinuosas y empinadas, han ido creciendo a lo largo de los siglos circundando el Lugar Alto, un cerro que domina el pueblo y toda la huerta, que estuvo coronado por hoy un apenas existente castillo que ya estaba en pie defensivo en el siglo XII. Y a su calor se horadaron las casas-cueva que rodean su cima, coronada hoy por un jardín de exuberantes margaritas y un mirador privilegiado que un día custodió el castillo de Abanilla y hoy lo hace el Sagrado Corazón de Jesús. Eso es al final de las interminables y pinas escaleras que nacen de la plaza de la Constitución, donde está la Casa Consistorial desde 1762, cuando se construyó bajo el reinado de Fernando VI, igual que sus ventanales, los herrajes de sus rejas, sus molduras y el escudo del citado rey.
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Esta localidad, cuyo nacimiento se remonta a los orígenes del hombre, vive ya inmersa en unas fiestas que, oficialmente, empezarán el próximo sábado 27 y concluirán el 5 de mayo, pero que ya congregan a kábilas y mesnadas en cenas y jolgorios; también se subastaron ya los puestos protagonistas de sus teatrales fiestas (capitanes, portadores de la Santa Cruz y del cetro, partidores de la granada...) y sobre las calles cuelgan banderas y luces de colores.
Si recorre el trazado abanillero encontrará calles sin salida con sabor morisco, patios públicos muy íntimos donde margaritas, geranios y buganvillas florecen ahora a todo color, y también rincones con encanto.
Junto a casas señoriales como la Casa Pintada o de los Enríquez, la primera levantada a las afueras de su muralla medieval en el siglo XVI; la Casa Cabrera, edificada en el siglo XVIII, o la de La Encomienda, hoy centro social de toda la actividad del pueblo, incluida la biblioteca y, en el siglo XVIII, pósito de los diezmos que pagaban en especie los abanilleros; se levantan casas modestas, arquitectura popular mediterránea que, en muchos casos, se ha adornado con fachadas coloristas: verdes, azules, amarillas, ocres,...
Otra de las visitas obligadas es a la Iglesia de San José, un ejemplo del barroco murciano más sobrio y un templo que se levantó con fondos de la Orden de Calatrava, que administraba la villa, entre 1700 y 1706 (cuando fue bendecida por el obispo Belluga). Y desde 1996 es la casa de la Santa Cruz, reliquia protagonista de las fiestas, regalada en 1939 por el Vaticano para sustituir la primitiva, encontrada, según la leyenda, en la huerta de Mahoya, donde ahora se erige la moderna ermita, construida sobre otra que ya en el siglo XVI se levantó sobre un anterior morabito, lugar de oración y albergue de un sufista.
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Las particulares fiestas de Abanilla tienen en la ermita de Santa Ana otro de sus escenarios, a las afueras del pueblo y sobre una loma desde la que se divisa el verdor del inmenso Olivar milenario de la Huerta de Abajo, el cauce seco del Chícamo, Mahoya y Abanilla dominada por el Lugar Alto. Este pequeño templo, también de fábrica contemporánea, sustituyó a una vieja ermita que se acabó en 1604, aunque en su fachada exhibe la fecha de 1566, y que también se levantó sobre un anterior morabito.
En el cerro de Santa Ana también hay un aljibe de aluvión, el que dio de beber a los abanilleros hasta avanzada la segunda mitad del siglo XX. Entonces se compraba el agua allí y los aguadores la distribuían por el pueblo en burro y a cántaros. «El agua de la Fuente de Abanilla era salada», comenta José María López, un abanillero orgulloso de serlo y moro de pro, por algo fue el primer presidente de la Federación cuando se instauraron las fiestas de moros y cristianos tal y como se conocen. No obstante, aunque este año Abanilla celebra el 40 aniversario de estas fiestas y persigue sumar a su calificación de Interés Turístico Regional, la nacional, las celebraciones de la Santa Cruz se remontan al siglo XVI; en concreto, en 1598 figura en los legajos un pago del concejo en concepto de pólvora para la celebración de moros y cristianos, lo que les hace reivindicar estas fiestas como una de las más antiguas de la piel de toro.
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Transmutadas por el paso del tiempo, estas celebraciones siempre rememoraron las refriegas que entre moros y cristianos hubo en tiempos de la reconquista. Por eso, los arcabuces, las carabinas, los trabucos y las escopetas suenan cada pocos metros en el trayecto hacia Mahoya del 3 de mayo (día de la Santa Cruz), cuando los pajes, dos niños de 6 o 7 años, marcan cada uno de los puntos a los capitanes y conminan a lanzar la salva de disparos. Según cuenta la leyenda, esta representación escenifica el robo de la Santa Cruz de Mahoya (la primitiva fue encontrada en el siglo XIV, según la tradición) por los moros y recuperada por los cristianos. Hoy, las batallas no se escenifican, en su lugar, se ruedan las banderas, una bandera con la Cruz de Borgoña o San Andrés, que ha permanecido inmutable durante el transcurso de los siglos. Además, cuando las huestes, dirigidas por sus capitanes, llegan a Mahoya, se abre la granada de la que salen volando palomas de la paz y se bendice la Santa Cruz con el agua de la acequia. El día grande de moros y cristianos se celebra el 1 de mayo y en él participa casi todo el pueblo, distribuido en 26 comparsas, la mitad moras, la mitad cristianas. Lo mejor es verlo por el barrio más antiguo del pueblo, al que se llega subiendo por la calle mayor.
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