El Festival Internacional de Cine de Cartagena (FICC para los amigos) llega este 2021 a las cincuenta ediciones, y para agradecer el trabajo que ha realizado a favor del cine en nuestra Región, LA VERDAD lo ha premiado como uno de 'Los Mejores', título que sin duda merece.
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Medio siglo es toda una vida para un festival. Más de un millar de películas proyectadas, miles de espectadores que las han visto, cientos de actividades, docenas de cineastas que han empezado aquí sus carreras, innumerables invitados, anécdotas, meteduras de pata y aciertos; es decir, cinco décadas de cine que merece la pena repasar.
En los últimos años los principales culpables de este tinglado han sido su presidente, Nacho Ros; su directora, Esther Baeza; y su responsable de producción, Reyes Pizarro. Ellos son las cabezas visibles de la Asociación Festival de Cine de Cartagena, donde varias decenas de locos (o descerebrados) se juntan para montar este certamen cada año, quitando tiempo a familias, estudios y trabajos, y donde nadie cobra, como confirman los tres, que se prestan a hacernos de guías por el más veterano de los festivales de cine de la Región de Murcia y uno de los más antiguos de España.
En un incomprensible y pertinaz error de la dirección, llevo cubriendo más de diez años el FICC para este periódico que ustedes tienen entre manos, y doy fe de que montar el festival da y quita la vida a sus organizadores. Pero como dice Pizarro: «Somos unos privilegiados, me encanta mi trabajo». Y como reconoce Baeza: «A pesar de los meses de nervios, tensión y angustia, el día que clausuramos el festival y dejo de ver a toda la gente que lo ha trabajado, los echo de menos» (como si fuera una perversión del señor Grey).
La perseverancia (me niego a usar el palabro resiliencia) es lo que hace que el FICC aún no repose en el cementerio de festivales olvidados. La explicación que da Ros es bastante plausible: «Los problemas de otros festivales, de esos festivales espontáneos, es que nacen con poco recorrido porque van muy vinculados a un grupo definido y mueren cuando ese grupo, o ese proyecto, desaparece», cosa que en Cartagena no pasa, porque la ciudad siente el festival como algo tan suyo como el Teatro Romano o el puerto. Por eso en este año de aniversario han programado actividades como 'La Mar de Cine' en verano, una extraordinaria exposición sobre la historia del festival, o las habituales acciones de divulgación del cine clásico en institutos.
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Todo empezó en 1971, cuando se creó la Semana Internacional de Cine Naval, transformada en 2005 en el actual FICC. Los aficionados a la arqueología festivalera deben saber que en la Filmoteca Regional pueden disfrutar de los NODO de las diez primeras ediciones, donde se puede ver una ajada Cartagena vistiéndose de gala para una alfombra roja que premiaba películas dedicadas al mar (las imágenes aéreas son reveladoras de la metamorfosis de la ciudad).
En estos diez lustros se ha pasado de los rollos de 35 milímetros que pesaban veinte kilos a un enlace web con la película, y de un mundo con el teléfono colgado en la pared a otro con la gente colgada de sus móviles. Pizarro, que habla desde la autoridad de ser la memoria viva del Festival, cuenta que el cambio de Semana Naval a FICC provocó polémica en su momento: «Al ser temático, como Sitges, era un signo que le distinguía de otros festivales, y por eso había gente que se oponía a perderlo».
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Perder el apellido de naval y del mar permitió al Festival abrirse a la posibilidad de exhibir otras películas. «La ciudad había cambiado y el festival debía cambiar», justifica Ros. Los agregados militares daban solemnidad y los barcos de guerra prestancia. Pero la realidad es que la ciudad llena de marineros ha sido sustituida por otra llena de turistas, y Cartagena ha pasado del desembarco de las corbetas a la invasión de los cruceros.
Pero el FICC, aunque está orgulloso de su pasado, ya está pensando en su quincuagésimo aniversario, ahora mismo enfrascado en seleccionar entre los setecientos cortos presentados que concurrirán a su sección de este año. Un trabajo que empieza al día siguiente de la clausura, con el seguimiento de lo que se exhibe en otros festivales, desde que en enero empieza la temporada en Sundance. Aquí se cuelgan una medalla porque muchas de las películas que ponen en su lista de deseos (usando lenguaje Amazon), aparecen luego en las de otros festivales de más prestigio y presupuesto, así que «nuestro olfato no va desencaminado», afirma satisfecha Pizarro, ojeadora oficial.
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El FICC (por suerte para los críticos y espectadores que asistimos) no se lanza a tumba abierta a por las rarezas incomprensibles como hacen otros certámenes. No quieren que su programación sea intelectualoide, pues busca un público mucho más amplio, pero sin perder de vista su objetivo, que es dar a conocer obras que no suelen llegar a los circuitos comerciales de este rincón de la península. Tienen presente que lo más triste de un festival es proyectar una película y que no haya ni cinco espectadores.
En un análisis tan certero como descarnado, Baeza lo define muy bien: «No podemos olvidar que al cine van mayoritariamente los adolescentes para ver la última de Marvel, y las señoras de más de 55 años para ver películas que digan lo felices que pueden ser siendo mayores». Este certamen consigue que llenen sus salas esos jóvenes, esas señoras y muchos más, además de convertirse en un foco de encuentro entre creadores cinematográficos.
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Al Festival le gustaría subir un escalón más, conseguir difusión nacional e internacional, deseo coreado por los tres, «con secciones nuevas y volver a la competición, con su alfombra roja». Pero eso supone un refuerzo económico que están buscando, que redundaría en favor del Festival y la ciudad que lo acoge.
La pandémica edición de 2020 abandonó la pantalla grande para pasarse a la pequeña en Filmin. Por suerte (vacunas mediante), esta cincuenta edición recuperará la presencialidad, sin prescindir del conocimiento que le da estar en las plataformas.
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La pregunta viene sola, puesto que algunos festivales ya se han abierto a presentar producciones de plataformas televisivas, y quiero saber si el FICC está dispuesto a ello. No estamos hablando de telefilmes alemanes de sobremesa basados en hechos reales, sino de importantes proyectos de directores o actores consagrados, que se han visto abocados a la televisión. Quizás la pregunta real sería la que hace Baeza: «¿Qué ha pasado para que las grandes productoras de cine no le den dinero a Martin Scorsese, Paolo Sorrentino o Jane Campion para hacer películas, y se tengan que buscar la vida en esas plataformas?». La respuesta obvia es que todo ha cambiado, aunque aún no seamos capaces de calibrar de qué forma.
El presidente del FICC es un optimista (yo también) y cree que mientras «haya gente que quiera compartir la experiencia de ver una película en común, habrá películas en las salas de cine y festivales». Pero en este panorama cinematográfico tan cambiante también se cuestiona la propia existencia de esos festivales.
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¿Merece la pena celebrar un certamen cinematográfico? No hay distribuidoras que llamen a los festivales, el recorrido comercial de los filmes que se estrenan en ellos suele ser corto, el público es escaso, una película premiada carga con la vitola de pesada, y son un costoso escaparate para la ciudad que lo acoge.
Baeza lo tiene claro: «La función de los festivales es fundamental porque es la mejor manera de dar visibilidad a los estrenos, y a la vanguardia del cine, que al final es lo que le hace evolucionar. Hay que premiar el riesgo, pues es lo que abre nuevos caminos». Tenemos un ejemplo claro, si la película desasosegante (e incitadora a cortarse las venas) 'Incendies' (2010) no hubiera dado a conocer a un desconocido director llamado Denis Villeneuve, no tendríamos ahora en nuestras pantallas el 'blockbuster' 'Dune'.
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De todas formas, la amenaza de la guillotina siempre está presente, como confirma Pizarro, que ha perdido la cuenta de las veces que algún agorero, con buenas intenciones y mala baba, le ha dicho que se iba a acabar el Festival. Pero al cumplir cincuenta ediciones se pueden dar el gusto de responderles que los muertos que vos matáis gozan de buena salud.
Un festival es la oportunidad que tenemos de vislumbrar el nuevo cine sin algoritmos ni recomendaciones, guiándonos por el olfato y los sentimientos. Es un placer ver una película sin saber prácticamente nada de ella, sin una campaña promocional y sin haber visto 'divertirse' a sus protagonistas en 'El Hormiguero'. Romper el precinto de una película, sea buena o mala, es deslumbrante, y da gusto no sentirte una marioneta de algún oscuro ordenador que sabe más de tus gustos que tú mismo.
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Les pregunto cómo ven el FICC dentro de otras cincuenta ediciones, a lo que espontáneamente Pizarro responde, con una sonrisa socarrona, que espera que les hayan tomado el relevo. «Será 50% presencial y 50% 'online'», vaticina un esperanzado Ros, y anuncia que «puede ser más joven y totalmente diferente al de ahora». Y lo que espera es que los que lo hagan entonces sientan la misma alegría y orgullo que ellos sienten.
Baeza muestra su ignorancia sobre el futuro porque a nivel técnico nadie sabe cómo será. Pero lo que tiene claro es que le gustaría «que la gente lo sienta como suyo en Cartagena y en la Región. Que esperen a noviembre con ganas para venir». Y hace el mejor resumen posible de lo que quieren que sea el FICC 100, y el 50: «Que todo el mundo encuentre una película que le mole».
Lo dicho, parafraseando al tango, que cincuenta años no es nada.
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