La vida en una embajada caliente
Defender las fronteras de España al otro lado del mundo te puede costar la vida. Como a los dos policías que hace una semana cayeron en Kabul. Cobran poco, duermen con la emisora encendida y el fusil de asalto siempre a mano
FRANCISCO APAOLAZA
Martes, 29 de diciembre 2015, 11:55
Cuando los asaltantes talibanes tirotearon al subinspector Jorge García Tudela, cuando el coche bomba arrasó la vida del agente Isidro Gabino Sanmartín, defendían las fronteras mismas de España, pero no eran los Pirineos ni la Raya con Portugal. Estaban en la embajada de Kabul, en primera línea, en los confines del mundo, en terrenos que queman al pisarlos. Afganistán, Irak, Mali, Argelia... Cientos de policías y diplomáticos se juegan los cuartos al otro lado del planeta. Mientras oyen silbar las balas y las ondas expansivas hacen temblar los cristales, defienden a un país que disfruta del fútbol de Barça, se ríe con 'Ocho apellidos catalanes' y duerme la siesta. Si creía que todas las embajadas eran un destino dorado, se estaba equivocando. «Esto es muy duro»
¿Pero cómo es la vida de estos hombres que se juegan el tipo lejos de casa? El Policía Nacional que accede a hablar exige anonimato. No corren buenos tiempos. Pongamos que se llama Antonio. Tenía 24 años cuando desembarcó en el avispero de Argelia a finales de los años 90 como miembro del Grupo Especial de Operaciones de la Policía, conocido popularmente como GEO. El panorama era más que complicado. Poco antes de su llegada, en Bentalha y Rais, las guerrillas habían masacrado a cientos de personas. El Movimiento Islámico Armado, el Ejército Islámico de Salvación y el Ejército oficial se liaron en una guerra cruenta. «En los pueblos mataban a la gente y en la ciudad los atentados con bomba eran continuos. A veces, cuando salíamos a proteger a alguna personalidad, nos pitaban las bombas. Si explotaban cerca, se movía el coche y podíamos sentir la explosión. Eso ocurría con cierta frecuencia».
Los días dentro de la embajada de Argel no eran precisamente unas vacaciones. Los GEO son agentes preparados física y psicológicamente para soportar el estrés, e incluso ellos reconocen la dureza del destino. «El servicio era duro». Lo peor, las vigilancias nocturnas y las jornadas encadenadas sin dormir y sin salir a la calle. El ocio se resumía en encuentros con otros agentes de seguridad y el sueño era un concepto relativo: «Allí duermes con los servicios de radio conectados, el tuyo y el del país en el que estás, y el arma siempre a mano. Vives esperando que pase algo». En las cámaras de seguridad siempre hay un agente, mientras otros vigilan el perímetro. Llevan armas largas que admiten cargadores de munición de guerra (en aquellos años usaban el fusil de asalto Heckler & Koch G36), la pistola y algo más fuerte, como granadas de mano, por si la cosa se ponía fea. Salvo que tengan un servicio de escolta, aguardan entre los cuatro muros de la embajada o en la residencia del embajador; y durante ese tiempo, nadie desconecta. Fuera, patrullas de seguridad privada o fuerzas del Ejército local. En el asalto a Kabul murieron cuatro agentes afganos.
Tiros en la puerta
Cuando las cosas vienen torcidas, hay que guardar la calma, tener paciencia. «Si suena un tiro en la puerta, lo primero que hay que hacer es averiguar de qué se trata, saber exactamente lo que pasa para poder actuar». En pocos segundos hay que decidir cómo proteger el edificio y a sus ocupantes. Fuentes sindicales del Cuerpo Nacional de Policía aclaran que los protocolos y la protección de las embajadas dependen del Ministerio de Asuntos Exteriores y no de la cartera de Interior.
Hace años que Antonio ya no sirve en los GEO, pero conocía a los dos agentes fallecidos en Kabul. «Siento rabia porque sabíamos que esto iba a pasar tarde o temprano». Varios informes policiales alertaron ya en 2009, a raíz de un atentado a 150 metros de la legación, de que la embajada era «un blanco fácil» y recomendaban mudarse. Seis años después, se confirmaron los presagios.
Esta semana, siete compañeros suyos hicieron los bártulos para relevar a los que vivieron el asalto. Cuando se tranquilicen las cosas, si es que se tranquilizan, volverán a casa. Pero son una excepción. Desde el año 2012, el Grupo de Operaciones Especiales ya no es el encargado de proteger a las representaciones españolas en el extranjero. La Policía, que gestiona estas labores a través de la Unidad de Cooperación Internacional, juzgó que era imposible seguir así: a una media de diez hombres por embajada, eran demasiados para una unidad formada por 90 agentes. Además, eran necesarios aquí. Hace tres años, los integrantes de la Unidad de Intervención Policial (UIP, conocidos como antidisturbios) pueden optar a estos puestos después de pasar por el Curso de Protección de Embajadas en Zonas de Conflicto, que instruye en armas largas, estrategia, psicología y tácticas de combate y que solo dura quince días. Son, según Antonio, «insuficientes» para misiones tan duras. Casi nunca dejan de trabajar con unos niveles estrés difíciles de aguantar. Si en las embajadas tranquilas las misiones de los diplomáticos duran dos años, los policías pasan allí entre tres o cuatro meses y después se reincorporan a su destino habitual para descansar. Pueden volver en otro turno, pero no encadenado.
La idea tan extendida de que solo están allí por dinero se tambalea cuando se conocen sus sueldos. Un agente en una embajada como la de París o Berlín recibe un complemento de 'calidad de vida' de 10.000 euros al mes, con los que tiene que pagar los gastos que acarrea cambiar de domicilio. En Kabul o Bagdad reciben junto al sueldo un plus por desplazamiento, lo que mismo que a uno de Madrid cuando lo mandan a Oviedo. La nómina asciende a unos 3.000 euros y no hay plus de peligrosidad, según fuentes sindicales.
Los perros secuestrados
Alfonso, un alto funcionario que también prefiere mantener el anonimato, pasó un año entero en otro de los infiernos en los que España puso un pie. Entre las ruinas de Bagdad, en el año 2006, vivía el diablo. Operaban casi a ciegas: tres años antes, en una emboscada, habían asesinado a siete agentes del CNI en una de las mayores catástrofes de la inteligencia española. «Estábamos para mantener la embajada abierta», cuenta. Se quedaban sin combustible para los generadores, sin personal para cifrar los mensajes, sin nada.
«Lo peor fue ver sufrir a la población local». De las diez personas que trabajaban en la embajada, cayeron cuatro: dos cocineras aparecieron muertas en las calles, otro desapareció y de otro no se sabe bien qué pasó. «Los GEOS y el resto del personal nos apoyábamos mucho. Nos hacíamos compañía porque no podíamos salir de allí». En esos ratos, se cruzan lazos de amistad. Los sábados compraban carne y hacían un asado, pero sobre todo mataban el aburrimiento con buena charla y mejor lectura. Con demasiada frecuencia, las bombas estallaban cerca. «Un GEO venía conmigo y esperábamos en la habitación. No temblaban los cristales porque las ventanas estaban tapadas con sacos de arena». A una persona de la legación, un vecino le secuestró los perros que había recogido y le pidió un rescate.
No es un destino soñado. «Estás ahí, te adaptas, y en el fondo sabes que es temporal, nada que se parezca a lo que sufren las personas de allí que están a tu servicio. Por eso, a pesar de todo y aunque a veces parezca absurdo, es importante estar en esos sitios, para entender lo que está ocurriendo en el mundo».
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