El samurái de los mechones
Alberto corta a catana el pelo de sus clientes. También lo quema con soplete. Cobra 30 euros y tiene la peluquería llena. Las teles hacen cola para entrevistarle en su local de Aluche, en Madrid. Eligió el oficio «por las tías»
FRANCISCO APAOLAZA
Lunes, 28 de diciembre 2015, 11:52
De diez de la mañana a siete de la tarde, Alberto Olmedo, de 46 años, se dedica a darle la razón a El Guerra, el matador que cuando conoció a Ortega y se enteró de que era filósofo, dijo «hay gente pa tó». A Olmedo le da por cortar el pelo con catanas de samurái japonés y carbonizar con un pequeño lanzallamas las puntas del cabello de quien se siente en su sillón de peluquero. Por ejemplo, Elvira, de 70 años, maestra retirada y ama de casa. Un vídeo de las locuras capilares de Alberto acaba de ser lo más visto del mundo en Facebook con 110 millones de 'clics' en 24 horas. Ahora va a necesitar un local más grande y un jefe de prensa. Tiene medios alemanes y cadenas norteamericanas llamándole a diario para entrevistarle. «No soy ningún friki», adelanta.
Su peluquería abre en una esquina del popular barrio de Aluche, en la carretera de Carabanchel a Aravaca, un sitio de paso al sureste de Madrid. El escenario del milagro resulta un lugar cualquiera: un colgador de ropa modesto, los paneles del techo grises por el paso del tiempo y cierto amontonamiento. En ese universo extemporáneo brilla Alberto con una luz potentísima. Hay gente que va a verlo y se sienta allí en las sillas plegables ante una cestita de caramelos para observarlo moverse y tirarle fotos con el móvil como si grabaran algo único. Y lo es. Viste de negro con un pantalón ancho como de bailarín en la Ibiza de los 90, una camiseta sin mangas por la que asoman dos brazos fuertes, muñequeras de cuero con lazos que cuelgan, collares, pelo largo y barba. Elvira asiste con tranquilidad casi pétrea al espectáculo que la rodea. Alberto mueve dos catanas sobre sus cabellos en katas loquísimas y rítmicas. Poco a poco, corte a corte, salva por milímetros su cabeza y ¡chas! cae al suelo una brizna de cabello en una escena que deja en pañales aquella del foulard y la espada de 'El Guardaespaldas'. Nadie dice nada y solo el runrún del secador de fondo mantiene la tensión argumental. Suena la banda sonora de 'El último mohicano'. En ese momento, Alberto se calza en los dedos unas garras grises y metálicas y la emprende con su clienta como un gato con una madeja. Al final, exhausto, con ella de pie, termina la obra, clava una rodilla en el suelo, saluda con una reverencia, abre los brazos con el mentón hundido en el pecho y le susurra «¿te ha gustado»? Ella dice sí con la cabeza.
La gente se vuelve loca con él. En el barrio madrileño, donde lleva abierto desde hace once años y sin muchas horas libres, y ahora también en el mundo entero.
Cadenas de todo el mundo
La semana pasada viajó a Alemania para una entrevista de la RTL (la mayor compañía de televisión de Europa), pero lo han visitado televisiones francesas, armenias, japonesas y de medio mundo. Solo en EE UU le esperan cuatro cadenas, entre ellas el show de Conan O'Brien en TBS, uno de los programas de entrevistas más seguidos del 'late night' americano. Todos lo quieren, es el tipo del momento. El famoso vídeo y su voraz difusión ha puesto al teléfono a peluqueros de los cinco continentes que quieren aprender sus asombrosas técnicas.
En realidad, esas llamadas hacen justicia porque en Aluche le han dicho de todo. «Contaban que aquí hacíamos aquelarres, que éramos una secta... Ha habido mucha oposición a mi trabajo por parte de los peluqueros tradicionales, los poderosos, los clasistas, los que no quieren que se hagan las cosas de otra manera».
Nadie salvo un loco o un enfadado se levanta un día quemando el pelo a la gente. Alberto Olmedo vino al mundo en Rives, un pequeño pueblo de la región francesa de Ródano Alpes, hijo de un gallego y una madrileña, emigrantes de los años 60. Su padre trabajó en muchas cosas y cuando Alberto era niño, volvió para fundar la empresa Vorwerk en España. Se puede decir que fue quien trajo la Thermomix al país. Su madre, ama de casa, hacía magia con las manos y cosía la funda del sofá con retales de tela. De papá le vino el empuje y de su madre, la vena artística. Alberto -hoy casado y con un hijo adolescente-, era una bomba genética. «Mi padre siempre me decía que hiciera dinero por mí mismo, que tuviera mi negocio, y le hice caso».
Primero pensó en ser cocinero, empujado por un afán práctico, más que por otra cosa, y en esas, con 18 años, un amigo suyo le hizo una recomendación que le cambiaría la vida. «Me dijo que la academia de peluquería estaba llena de chicas guapas. Me hice peluquero por las tías». Así de franco, así de claro.
Ese fue el comienzo. Después vinieron más cosas, como si abriera su propio camino. Nadie puede decirle que no sea original. Primero quiso mejorar los degradados y se inventó unas cuchillas que derivaron en esas catanas enormes que pesan un quintal y a las que les pega hasta once cuchillas sobre la hoja. «Esto no es nuevo. En el XVI no existía la tijera en la peluquería. En Roma cortaban el pelo con unas dagas». Después se le ocurrió calzarse unas garras con unas cuchillas que lo sitúan entre Bruce Lee y Freddy Krueger. «Con estas puedes esculpir el peinado. Cortar hacia un lado, hacia el otro, de dentro afuera» explica, y rasca el aire como un hámster el suelo de una jaula.
¡«A dónde va este 'colgao'»!
Es energía pura. Solo en una persona con ese empuje olímpico se puede esperar que cortara el pelo con fuego. «La primera vez que me lo hizo, me dije '¡Pero, a dónde va este 'colgao'!'. Después, me dejé llevar y me di cuenta de que me duraba el peinado muchos días. La gente me preguntaba si venía a la peluquería a diario», admite Jus, una de sus primeras clientas. «Esto tampoco es nuevo», tranquiliza el peluquero. «Antes se quemaba el pelo con cerillas, pero yo uso este soplete», dice, y le mete fuego a la cabeza de Elvira como un cocinero que fundiera el azúcar de una crema catalana. Ella ni se inmuta. En un momento dado, lo insólito se hace normal, cotidiano, y lo único extraño es la peste a pelo carbonizado. Olmedo asegura que detrás de sus hogueras hay una técnica. «Consiste en que al aplicar el calor al pelo, este se dilata hasta un 20 por ciento y el peinado se queda como está». Magia y queratina ardiendo, olor a matanza. «A nosotras no nos dejes», le ruega Elvira. Alberto jura que no lo hará. «Voy a abrir una escuela en Alcalá de Henares, y el que quiera aprender esto, lo va a pagar y bien. Pero a mis años no me voy a ir ni voy a subir los precios». Peinar y cortar cuesta 30 euros. El resto del espectáculo es gratis.
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