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«Este libro es una necesidad, un acto de justicia. A lo mejor alguien, dentro de un siglo o así, le dedica unos segundos de su electrónica atención. Para el pintor y para mí -palabra de honor- será bastante». No ha hecho falta tanto tiempo como un siglo para que alguien se detuviera, perplejo de la emoción, frente a unas líneas escritas por el maestro de periodistas José García Martínez y acompañadas por los trazos del pintor Manuel Muñoz Barberán. El libro se titula 'Tabernas de Murcia' y fue elaborado con un arte impagable por los dos genios -que ya están en una taberna mejor- con motivo de la Feria Internacional de la Conserva y la Alimentación -la FICA-, dejando para la posteridad una joya de papel que el presidente del Colegio de Dentistas de la Región de Murcia, Pedro Caballero pudo desenterrar en la última edición de la Feria del Libro de Murcia por el irrisorio precio de 30 euros. Una auténtica ganga. «Cuidádmelo», nos pidió Guerrero cuando tuvo la generosidad de prestarnos semejante tesoro para plasmar su esencia en estas páginas.
De 'Tabernas de Murcia' solo se editaron 3.100 ejemplares en el año 1970, en una dictadura en similar decadencia a la que ya experimentaban las propias tabernas, según lo reflejaba el propio García Martínez con su inimitable pluma: «Ya pueden venir técnicos y especialistas a estudiar el problema, ya pueden escribir voluminosos tratados de inspiración económica o contable, ya pueden hacer los sondeos de opinión púbica que les vengan en gana, pero yo digo, con la mano en el corazón, que las tabernas desaparecen. [...] Parece como si todas las tabernas hubiesen tenido la mala suerte de situarse a contrapelo de los planes de ordenación urbana. No siempre caen por ruinosas, sino porque, en los trabajos de los urbanistas, les corresponde ser gran avenida o zona verde. Ese es su destino fatal. La taberna no se siente a gusto en los tiempos que corren. La taberna se lleva unos berrinches tremendos cada vez que alguien, por la fuerza de la que ahora es costumbre, le pide un 'whisky'. Se han dado casos muy tristes, como el de solicitar del tabernero un 'sandwich vegetal'. Para una taberna honrada, esto es superior a sus fuerzas. No me sorprende que hayan sido víctimas del infarto de miocardio».
De las 14 tabernas recogidas en estas páginas, «arrugadas ancianas que ven a su alrededor un mundo que ya no es aquel», hoy sólo quedan cuatro en pie. Valga para 2024 la redacción que ya plasmó en este el libro el visionario García Martínez hace 54 años: «Ahí están, a modo de resistencia heroica, defendiendo a su clientela de la actual invasión de modernas e increíbles costumbres». Y tanto.
Esas cuatro tabernas históricas que aún perduran contra «los vientos y las mareas» después de más de medio siglo -reconvertidas quizá en bares pero con la esencia de la taberna de siempre- son El Tío Sentao, El Garrampón, Los Zagales y Pepico del Tío Ginés, donde hace más de medio siglo ya se servían esos panecillos rellenos de muchas cosas -sobrasada, lomo, atún...- que aún siguen matando el hambre en el siglo XXI. Panecillos que, por cierto, se llamaban (y se tienen que seguir llamando) 'blayeres'. No te acostarás sin saber una cosa más. Locales históricos donde antes solo se servía vino de Jumilla a granel y la cerveza y los refrescos se veían como hoy se ve a Rusia entrando en Ucrania: «La cerveza se coló por la puerta falsa hace un par de años -pues hay que complacer a todos- pero el establecimiento es eminentemente vinícola», detalla sobre Juan Rhin.
El libro es lo más parecido a una máquina del tiempo con la que viajar a la Murcia de 1970. Sumergirse en la profundidad de los trazos de Muñoz Barberán y dejarse llevar por las letras de García Martínez le permite a uno entrar en tabernas que hace lustros, décadas, ya no existen salvo en la memoria de sus parroquianos, que solo han conocido los más veteranos de la huerta del Segura: El Yerbero, La Posada de la Paja, o la de El Pequeño de Paco Teodoro -«que ni era pequeño, ni Paco, ni Teodoro», aclara nuestro periodista. La taberna de Luis, que perfectamente podría haber sido antepasada directa de Luis de Rosario, pero no. La de Barchilla y la de Juan Rhin. También algunas de reciente extinción, como El Secretario o El Jesuso, donde nunca se sirvió una tapa en décadas y, en los últimos años, aquellos deliciosos 'simulacros' de hamburguesas que devoraba la chavalería anunciaban la inminente defunción de una taberna centenaria cuyas paredes siguieron manteniendo el aire castizo y torero hasta el último coletazo del rabo de aquel morlaco.
Todas ellas tienen páginas propias en este libro que sirvió a García Martínez y Muñoz Barberán para pasar largos ratos charlando -y bebiendo vino de Jumilla, claro- con los taberneros, algunos de los cuales los recibían en principio con cierto recelo pensando que redactor y pintor eran «recaudadores de impuestos». Recaudadores de historias, en todo caso.
Despachadas todas aquellas reticencias iniciales, 'Tabernas de Murcia' nos lega tapas de antaño enterradas en el paso del tiempo como la lengua de ternera en salsa de Ricardo 'El Pirulí', en la entrada de Espinardo; los peces de río al ajo cabañil de la Posada de la Paja; la chinflaina (asadura de ternera con ajos picados y una molla de pan empapada en vinagre) de El Pequeño de Paco Teodoro; o la melsa de ternera, que hace muchos años que se dejó de ver y de comer en El Tío Sentao. «Yo acaparaba, en tiempos, todas las melsas de ternera, y venían de lejos a comerlas. La melsa, por si tú no lo sabes, es el bazo. Se corta a rodajas y se añade limón y pimienta», ilustraba a García Martínez don Manuel Iniesta, el auténtico 'Tio Sentao'. «Yo he trabajao mucho, aunque me esté mal el decirlo, y estoy más cómodo sentao».
Pero también podemos comprobar cómo han sobrevivido hasta nuestros días un buen puñado de las tapas que ya se servían en estas tascas en 1970, cuando el chato de vino costaba una peseta y la tapa de mojama se subía a las cuatro 'rubias'. Al menos en El Secretario, que seguía manteniendo «precios de antes de la guerra». Con la democracia a la vuelta de la esquina, los estómagos se alegraban con «longaniza a la plancha, morcilla, embutido seco, anchoa, michirones y el pulpo al horno», que ya era toda una institución por aquellos años en Los Zagales: «Un repertorio que admite pocas comparaciones», piropeaba el periodista de LA VERDAD. O Las patatas al mazo de la taberna de Luis -patatas enteras al horno, con su piel, sal y pimienta-. O más comunes aún las pataticas asadas con ajo. Y para qué hablar de los michirones o los veinte kilos de mondongo que preparaban para un solo día en El Pequeño de Paco Teodoro, pilares hoy de cualquier peña huertana que se precie.
El libro reserva un apartado al «caso excepcional de taberna venida a más como es El Rincón de Pepe», «famoso hasta en las mismísimas Filipinas». Aquí, claro, tampoco podía faltar la mención al que luego sería un auténtico icono de la gastronomía regional, criado en las faldas de la taberna y quizá el mejor 'producto' salido nunca de una de ellas: Raimundo González Frutos. «El sobrinico Raimundo iba a ocupar en lo afectivo el lugar destinado al hijo que no nació», relata García Martínez. «Raimundo, sobrino de doña Aurelia, es hoy -cuando Pepe pide un poco de sosiego después de tantos años de lucha- el primogénito que aporta al negocio su experiencia (no adquirida sólo en los libros, sino en el trabajo de cada día), su conocimiento de la cocina y su grande -incontenible- entusiasmo por la profesión». El Rincón de Pepe, definía entonces García Martínez, «es una taberna que ha hecho estudios universitarios».
Como buena taberna, allí se seguía jugando al truque. «Juego de cartas hermoso y marrullero, pero muy serio ¿estamos?», hoy totalmente extinguido de los bares y diría que también de los hogares, por el que García Martínez sentía especial devoción. Tanta como para dedicarle un capítulo entero en el libro, con las complejas y enrevesadas instrucciones incluidas.
El último pasaje de 'Tabernas de Murcia' es para el vino de Jumilla, que es «la madre del cordero tabernil». Jumilla era «La Meca de las tabernas», en palabra del periodista, que también dejó claro lo que estaba pasando con el producto estrella de su querida tierra: «El vino de Jumilla se ha hecho señorito. Los bodegueros lo cuidan más, lo miman y hasta le dan pasaporte para que viaje al extranjero, donde es bien mirado. Algunos listillos dicen que ya no es el vino de antes. Y se equivocan. Lo que pasa es que el 'jumilla', por fin, se ha civilizado». Cuánta razón tenía García Martínez cuando dejó escrito esto de «un buen vino lo mismo viste de harapos que de uniforme». El vino de Jumilla, «además de ir a las tabernas -de esa misión no renegará nunca-, ahora se sube a las mesas de ricos manteles. Y lo sirven en copa. Esto es, ni más ni menos, lo que le está pasando al vino de Jumilla. Y como dijo el otro: Gracias a Dios».
Pues, como diría el 'Tío Sentao': «¡Bebamos, pues!».
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Fermín Apezteguia y Josemi Benítez
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