Hay cosas que una vez vistas ya no pueden dejar de verse. Una manchita en la ropa, un minúsculo grano en la nariz, incluso esas imágenes mágicas en las que si bizqueas lo suficiente descubres una silueta tridimensional. Una vez leído este texto, por ejemplo, ustedes no serán capaces de mirar 'Las meninas' con los mismos ojos de antes. Seguirá siendo el mismo cuadro monumental y la misma obra maestra de Velázquez, sí. Podrán continuar admirándola en el Museo del Prado y maravillarse ante su magistral composición, fijarse en todos sus detalles (el mastín, la enana Maribárbola, el autorretrato del pintor...) o meterse en el papel de los testigos de la escena, los reyes Felipe IV y Mariana de Austria, pero habrán descubierto el secreto de la figura central del lienzo. A partir de ahora no podrán despegar su mirada de la infanta Margarita y del jarrito de barro al que está a punto de echar mano en el cuadro.
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Margarita Teresa de Austria y Habsburgo (Madrid 1651- Viena 1673), primera hija del segundo matrimonio de Felipe IV, fue retratada por Velázquez en 'Las meninas' cuando contaba apenas cinco años de edad. A pesar de ser tan pequeña, su figura tiene un aire de gravedad que va más allá de la compostura que presuponemos en una princesa. Margarita parece vigilar disimuladamente la reacción del observador antes de atreverse a coger el recipiente cerámico que le ofrece su menina. Alarga la mano pero mira hacia otro lado, como quien tiene que hacer algo a disgusto o de manera obligada.
¿Un traguito de agua? ¿Un sorbo de chocolate? La escena toma sentido cuando averiguamos que durante el Siglo de Oro y al menos hasta mediados del XIX las mujeres españolas tuvieron una extravagante costumbre que los historiadores han dado en llamar bucarofagia o hábito de ingerir barro cocido, ya fuera comiéndolo sólido a trocitos o molido, disuelto en alguna bebida o mezclado con azúcar y aromatizantes.
Según la RAE, la palabra de origen mozárabe 'búcaro' (del latín 'pocŭlum', taza) tiene dos acepciones. Puede ser un tipo de tierra roja arcillosa con el que antiguamente se hacían vasijas de aroma característico, y también el nombre de estos mismos recipientes, muy apreciados como jarras para servir agua. Son definiciones mucho más ecuánimes –y menos esclarecedoras– que las de Sebastián de Covarrubias, quien en su 'Tesoro de la lengua castellana o española' de 1611 dijo que el búcaro era un «género de vaso de cierta tierra colorada que traen de Portugal», añadiendo de su cosecha personal que «destos barros dizen que comen las damas por amortiguar la color o por golosina viciosa, y es ocasión de que el barro y la tierra de las sepultura las coma y consuma en lo más florido de su edad». Vaya con Covarrubias.
Según la historiadora del arte y experta en cerámica Natacha Seseña Lafuente (1931-2011), el origen de la bucarofagia española habría que situarlo en Persia. Allá por el siglo IX la corte de Bagdad ya consumía arcilla con fines medicinales y probablemente, como muchas otras modas persas, esta costumbre llegó a la península ibérica a través de los omeyas.
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Fueron los andalusíes quienes comenzaron a elaborar cerámicas perfumadas en Estremoz (Portugal) o Magán (Toledo) mezclando barro con sustancias olorosas como resinas y perfumes, y también quienes propagaron el hábito de consumirlo ya cocido como remedio para diversas necesidades femeninas. Los búcaros olorosos enfriaban el agua del mismo modo que los botijos, por evaporación del líquido a través de su superficie porosa, pero además proporcionaban al líquido un aroma y sabor peculiares. Se confeccionaban con las paredes tan finas que se podían partir con los dedos, como si fueran una tableta de chocolate o una galleta, y esos pequeños trocitos se pulverizaban o mordisqueaban para conseguir un efecto muy distinto al de la refrigeración del agua...
La consecuencia de comer mucho búcaro o barro se llamaba 'opilación', término que nuestro amigo Covarrubias definió como «enfermedad ordinaria y particular de doncellas y de gente que hace poco ejercicio».
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La opilación era realmente una obstrucción de las vías y conductos corporales, especialmente en la zona del abdomen, que provocaba palidez, pérdida de peso, debilidad, taquicardias y alteración del ciclo menstrual. Tal y como indicó Natacha Seseña en su estudio 'El vicio del barro' (Ediciones El Viso, 2009) tanto la delgadez como la palidez de la piel eran signos de belleza en el Siglo de Oro y, por lo tanto, efectos deseados por parte de quienes practicaban la bucarofagia.
Abusar de los búcaros también tenía una consecuencia importantísima para algunas mujeres: la disminución o desaparición de las menstruaciones limitaba las posibilidades de embarazo. Así pues consumir barro era un tosco método anticonceptivo, pero también un recurso para reducir las hemorragias menstruales excesivas e incluso retrasar la pubertad precoz, que es el problema que según algunos médicos pudo sufrir la infanta Margarita Teresa. Normal que no tuviera muchas ganas de coger el jarro.
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