Baldosas amarillas

Últimamente me gusta leer biografías. Si la vida de alguien ha sido tan interesante como para que un escritor la redacte, merece la pena que dedique mi tiempo a ella. Unas son más interesantes, otras se convierten en documentales de época y otras son tan grandilocuentes que no sabes si están describiendo a una persona o haciendo campaña para ganar unas elecciones. Con la de Picasso me pasó algo así, pero no creo que haya otra forma de hablar de él. En un momento de desconcierto mundial, Pablo ya era una estrella. Picasso era fotogénico. Fotografiado en la playa, en bañador, o en el estudio medio desnudo. Ya fuera llevando rosas para su última conquista, o con un gorrito o esa camiseta de rayas que prácticamente invento él. Pecho descubierto y corona, como el rey de un país remoto. Pablo fue un truhán y un señor, algo bohemio y soñador, como Julio después. Su influencia como icono es innegable, y sus ojos negros aún nos miran con esa profundidad fascinadora desde portadas de suplementos culturales, bolsas de tela, tazas y pósteres colgados en paredes.

Cuántos artistas no habitan la estela de Picasso, consciente o inconscientemente. Jacques Puffeney es el Picasso del Jura, de trato arisco y poco ducho a socializar. Perfeccionista, dotado de una memoria irreal y con una obsesión por el detalle que hacen de él un personaje tan relevante para el vino como Pablo lo fue para la pintura. Es tan importante en el Jura, tanto para las generaciones que le conocieron como para las que no, que llegó a ser apodado 'El Papa de Arbois' por su influencia y respeto en la zona. Jacques empezó a trabajar en 1962, y durante más de 50 años fue el ejemplo a seguir, el mito inalcanzable para muchos y un ermitaño en la montaña para otros. Ahora que no hace vino -vendió sus parcelas en 2014-, sus botellas son de las más buscadas. Un camino de balsosas amarillas.

Sobre todo su Vin Jaune, la auténtica especialidad del Jura, elaborado a partir de savagnin de cosecha tardía, prensado y envejecido bajo un velo de levadura durante seis años, luego ensamblado y envejecido en foudre durante un año más. Se embotella sin filtrar en una distintiva botella 'clavelín' con cuello largo y hombros encorvados, con capacidad para 62 cl, el volumen que se dice que queda de un litro de vino después de seis años de evaporación lenta y constante. Un vino único de un productor singular.

Para mí, esta botella representa siempre un momento especial. No he bebido ni una en soledad, siempre acompañado de amigos, de personas que sienten el vino, que lo disfrutan y que aprecian lo que hay en él. El otro día abrimos una bajo unos pinos, con el mar de fondo y la lluvia ambientando la tarde como banda sonora. Mientras lo bebía, pensaba en ese arraigado mito del genio canallita, truhán, bohemio, soñador, a veces cuerdo y a veces loco. Sí, otra vez Julio Iglesias. Pero esta vez ya no sabía si pensaba en Picasso o en Puffeney.

El mundo del vino está cambiando. Las tendencias duran cada vez menos e incluso las bodegas y zonas más afianzadas tienen que adaptarse a la velocidad del consumo actual.

Por eso los proyectos como Sopla Poniente, que miran al pasado intentando recuperar vinos que son hijos de otro tiempo, son tan necesarios hoy en día. Sopla Poniente surge de la colaboración de Pepe Rodríguez de Vera con grandes bodegas de Andalucía, principalmente de Montilla-Moriles, la zona de Jerez y sus satélites, y su apuesta por el vino generoso.

En este caso, Salinillas es un vino seco de Pedro Ximenez, un vino de pasto criado en botas de Jerez. Un vino fresco, de aromas salinos y una boca muy ligera que hace inevitable beberte la botella entera.

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