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Cada año se adelanta más la Navidad. En plenos calores de agosto, ya está a la venta la lotería, a primeros de noviembre se instalan las luces callejeras, aunque no se encienden hasta primeros de diciembre, y en comercios y grandes superficies aparece el reclamo ... goloso de turrones, mazapanes, pasteles de gloria y todo su tentador cortejo.
El turrón es la golosina protagonista de los días navideños. Dicen que en las Olimpiadas de la antigua Grecia ya se comía turrón, que aparecía en los tenderetes instalados en los alrededores. También se dice que cuando Amílcar Barca desembarcó en estas costas, el turrón ya existía en Levante. A lo mejor es verdad, porque el de Alicante es el que presume de mas antigüedad. Según viejos papeles, el invento arrancó en tiempos remotos, en una contienda en que los sitiados tuvieron que agenciarse un alimento que aguantara bien el paso del tiempo. Y los hay que atribuyen a los árabes su creación, tal vez por su merecida fama de sibaritismo y refinado paladar.
Existe una carta fechada el 28 de noviembre de 1453, de la reina María de Aragón, esposa de Alfonso el Magnánimo y hermana de Juan II de Castilla, en la que escribía a la abadesa de las Clarisas de Barcelona, encargándole «turrones que sean finos y buenos» para regalárselos a su hermano y para uso propio.
Y es que esas filigranas reposteriles siempre se han dado muy bien a los conventos, aunque Jijona ha estado presente desde sus comienzos. En 1500, Lope de Rueda lo reconocía al escribir en uno de sus pasos: «Alguien se ha comido la libra de turrón de Alicante que había encima del escritorio». Al buen don Lope el turrón lo llevaba loco, porque lo nombra en cuatro comedias, siete pasos y dos coloquios. Otro gran admirador era Carlos I y en sus banquetes era plato obligado. Su hijo Felipe II, con todo su estiramiento, le daba al turrón cosa fina.
Las ordenanzas que regían el Gremio de Turroneros son del 1686; sin embargo, es en el siglo XVIII cuando empieza a cobrar importancia, y en el XIX se regulaba ya su venta en la Corte. En 1703 se convocó un concurso en Barcelona para premiar el dulce en general y uno especial para el que pudiera aguantar el empuje del tiempo. Allí estuvo una figura legendaria, Pablo Turrons, y su extraño dulce. Un pedazo de ladrillo, elaborado con miel, avellanas y piñones. Al principio era algo muy duro, con un sabor buenísimo, eso sí, pero se fueron haciendo pruebas, consiguiendo variantes, nueces, fruta, coco, yema, chocolate, nieve... La mezcla de azúcar y miel es la que lo hace más o menos duro; la materia prima: almendra, azúcar, clara de huevo, albúmina y los aditivos autorizados.
Jijona es su hogar. En 1725 se hablaba ya de los artesanos jijonencos, cuyos descendientes se ocupan todavía en el dulce menester. Y en esa ciudad hay un Museo del Turrón, donde se sigue paso a paso el proceso de su elaboración.
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