Cabaña Buenavista, alta cocina murciana

Pablo González se nos está haciendo mayor. Se le ve bien físicamente desde que perdiera unos kilos hace unos años, pero tras celebrar veinte años al mando de los fogones de Cabaña Buenavista, es posible que estemos ante la propuesta gastronómica más madura, reflexiva y acertada de cuantas he conocido en el dos veces galardonado con la estrella Michelin desde que tengo uso de razón.

Acertada en el concepto, principalmente. Cocinar el entorno es un punto de partida que todos los grandes cocineros del mundo ponen sobre la mesa y que aportan a todos los que van a su casa un pedacito de su historia y de su cultura popular. Y Pablo, Cabaña Buenavista, se ha sumado a esta corriente culinaria convirtiéndose en uno de los principales embajadores de nuestra tierra, ya que bajo el prisma de González, durante la larga experiencia, el comensal prueba una marinera, una ensalada murciana, olla gitana, zarangollo, hueva de mújol, hojaldre de nuestro pastelico, potaje de acelgas, gamba roja, chato murciano, arroz de Calasparra, michirones, quesos murcianos, bizcocho borracho, boniato asado, rollos de anís y cuerno de merengue, entre otros tantos bocados. Lo que acerca nuestra historia de la forma más bonita que existe: por la boca.

Las estaciones del jardín se han reducido a dos. A cambio, en la terraza, ahora cerrada y con unas mesas de mármol más cómodas y bonitas, llegan hasta ocho bocados diferentes. Después, el servicio del bar de Cabaña Buenavista, donde González cocina delante del comensal otros tres entrantes y un cóctel, para llegar a la mesa para vivir la recta final de platos. Mantequilla, aceite de oliva, un pan diferente casi con cada plato e infinitos procesos técnicos en cada elaboración explicados, en gran parte, por un servicio de sala impecable.

Agradezco que ya no haya ese abordaje de camareros al borde de la mesa terminando todos y cada uno de los platos e interrumpiendo cualquier conversación sistemáticamente. En este caso, la intervención la encuentro perfectamente equilibrada y nada invasiva.

En cuanto a la comida, Pablo sigue imprimiendo un punto de sorpresa, de espectáculo y de belleza en cada una de las presentaciones. Sabores golosos, bien dirigidos en todos los casos, excepto en uno de los dos bocados del pase de la gamba roja, que encuentro floja de sazón, un arroz superpotente en sus reducciones y unos michirones donde no termino de reconocer el sabor del tradicional plato cartagenero. Los otros veinticinco, deliciosos.

Especialmente ricos encuentro los platos cítricos del bar, en un homenaje efímero a la huerta murciana; los dumplings de cerdo y calamar con jugo de marisco, setas y cigalas acompañado por un pan brioche y un crujiente de níscalos que me recuerda esa cocina sabrosa de los inicios de Pablo; y el pase de quesos, donde el chef da un paso más al carrito de quesos trayendo Ruperto, Moratalla y Roano en tres texturas distintas, pero sin perder un ápice de su sabor. Un diez.

También disfruto más con los 'petit fours' que con el postre de varios chocolates -con pimentón y limón Verna-, muy especialmente por el rollo de anís. En definitiva, González ha vuelto a dar un giro en el timón para radicalizarse en su propuesta y estoy seguro de que las olas de su estela pronto moverán a otros barcos fondeados. Larga vida.

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