Si visitan ustedes este verano la Catedral de Sevilla seguramente entren a echar un vistazo a la magnífica Sacristía Mayor, en cuya bóveda se pueden admirar relieves del Juicio Final. Otros visitantes se fijarán en la radiante luz hispalense que entra por las ventanas ojivales, ... o en las curiosas representaciones de la torre de la Giralda que se encuentran repartidas por paredes y columnas. Lo más interesante de la sacristía –al menos para los aficionados a la gastronomía– está sin embargo un poco escondido, y para descubrirlo es necesario acostumbrar la vista a la semioscuridad que reina bajo el arco de entrada a esta estancia. Su curva interior está decorada con un conjunto escultórico que forma un auténtico bufé libre del Renacimiento: 68 platos con alimentos y utensilios de cocina esculpidos en piedra entre 1533 y 1535.
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Las obras de la sacristía se iniciaron en 1532 bajo la dirección del arquitecto cántabro Diego de Riaño y tras la muerte de este continuaron a buen ritmo lideradas por el aparejador vizcaíno Martín de Gainza, quien nombrado maestro mayor de la catedral finalizó la construcción en 1543. Puede que el arco de ingreso a la sacristía nos parezca ahora un elemento menor de esta construcción, pero en su momento se consideró tan importante como para crear una comisión compuesta por seis miembros del cabildo catedralicio que decidirían su diseño y ubicación. Según un documento fechado en 1533, aquellos señores debían elegir «dónde y cómo se hará la puerta de la sacristía mayor, e visto e bien platicado lo señalen y manden al maestro mayor que así la erija y haga». Así pues, la iconografía culinaria que podemos admirar actualmente en la arcada no fue arbitraria ni escogida al tuntún, sobre todo teniendo en cuenta que solo se puede ver de modo completo desde el interior y con las puertas cerradas. Recuerden que la sacristía es el lugar de una iglesia donde se guarda el ajuar litúrgico y se visten los sacerdotes, una estancia de uso privado dentro de un templo de culto público. Y hace casi 500 años los potenciales usuarios de estos aposentos dispusieron que la gran sacristía de Sevilla estaría custodiada por un banquete esculpido en piedra.
Como se podrán imaginar, todo esto no lo he averiguado yo, sino que lo he leído en un libro de reciente publicación que les recomiendo con entusiasmo. Se trata de 'El universal convite, arte y alimentación en la Sevilla del Renacimiento' (Ediciones Cátedra, 2021), un monumental estudio dedicado por el historiador del arte y profesor universitario Juan Clemente Rodríguez Estévez a explicar los orígenes, características y posibles significados de este delicioso grupo escultórico. A tres metros de altura sobre el suelo y tallados a tamaño natural, sus 68 platos conforman un menú fiel a la realidad gastronómica de aquella Sevilla del siglo XVII.
Hace cinco siglos los canónigos de la catedral eran muy conscientes de que la comida alimentaba cuerpo y espíritu. De la importancia del sustento sabía mucho Baltasar del Río (1480-1541), obispo de Scala y eclesiástico de mayor rango en la citada comisión del arco de 1533: era fundador de una hermandad destinada a socorrer a los hambrientos sevillanos e incluso había comprado personalmente un edificio cerca del Archivo de Indias para guardar el trigo que la cofradía distribuía entre los pobres.
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Precisamente el pan –tan esencial en la dieta del siglo XVI como en la liturgia cristiana– recibió un papel destacado en el esquema figurativo del arco de la sacristía. A tres metros de altura sobre el suelo y tallados a tamaño natural, no todos los elementos que componen este festín pétreo se distinguen con facilidad, pero los panes que aparecen en el centro y en lo más alto del arco se identifican a la perfección. Se trata de tres piezas de panadería, dos enteras y una partida a la mitad, muy similares a las que hoy en día llamaríamos molletes. En mesas modestas habrían tenido hueco el pan y el queso además de piezas de casquería como los menudillos de pollo o las manitas de cerdo y cordero, los huevos duros y todas las frutas y verduras repartidas por el arco. Manzanas, peras, membrillos, higos, ciruelas, nísperos, cerezas, nueces, bellotas, avellanas, algarrobas, berenjenas, rábanos, pepinos, lechuga, cebollas, ajos...
Propios de hogares más ricos eran manjares como los dulces, los pasteles de hojaldre, las empanadillas, almejas, ostras, sardinas, lenguados, barbos, la paletilla de cordero, la cabeza de cerdo y por supuesto toda la volatería, que entonces era la carne más preciada. Busquen en la librería 'El universal convite' y descubran el simbolismo de cada uno de esos alimentos. Y cuando vayan la próxima vez a Sevilla busquen el arco de la sacristía y un plato con siete pimientos del Nuevo Mundo.
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