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Pedro Sánchez se atusa el traje y pide el apoyo de los votantes centristas del Partido Popular (PP). Su carrera política es la de un superviviente: no solo esquiva la retórica hueca de la ultraderecha, también los ataques y presiones de quienes fueron sus compañeros ... de partido, sus socios de investidura o sus aliados en el Gobierno de coalición. Pese a los buenos datos económicos y la optimización de los recursos para favorecer un mayor colchón social, su liderazgo muestra serios síntomas de desgaste. Ya no convence. Ya no conmueve. Ya no es tan sexy. Su reacción defensiva al convocar elecciones anticipadas no es más que el símbolo de su agonía. Quizá, a estas alturas de la campaña electoral, seamos meros espectadores de cómo el sanchismo se hace el harakiri. El narcisismo del líder es así: hasta para fracasar necesita del foco.
Alberto Núñez Feijóo cree que es el líder de la moderación mientras su partido tiende la mano a quienes promueven el miedo a la llegada de refugiados e inmigrantes, la intolerancia a la pluralidad de las familias, niegan el cambio climático o se oponen al derecho de las mujeres a decidir libremente sobre sus cuerpos. Ahora bien, su contraofensiva contra Sánchez es muy pertinente: pactar con Bildu está feo y lo está por una cuestión moral. Rubalcaba lo tenía bastante claro: no y otra vez no a aquellos que no han revisado de forma crítica su pasado y sus dramáticas consecuencias. Puede que pactar con Bildu, sea legítimo (al fin y al cabo es un partido legal), pero... ¿Acaso no es moralmente obsceno? No se trata exclusivamente de asegurar la convivencia política, hay que exigir responsabilidad moral en el ejercicio de la política. Pactar con quienes glorifican la violencia y se sienten herederos de una ideología que aterró a España debería, al menos, sonrojar. Y sí, esto está mal lo haga Sánchez, Maroto o Sémper. Sigamos pidiendo explicaciones a Sánchez, pero no seamos cínicos y mantengamos fresca, asimismo, la memoria.
Yolanda Díaz ahonda en el lenguaje utópico para apaciguar el descontento social. Es tierna, holgadamente competente y plantea una campaña al margen de consignas revanchistas. Pero no, tampoco es perfecta: a veces parece una ridícula caricatura de la psicología positiva. Su herencia universal, que pone atención en la precaria situación de muchos jóvenes, no hace distinción en cuanto al nivel de renta de los posibles beneficiarios y se aleja, en consecuencia, de la igualdad de oportunidades. No desmerezco su elocuencia a la hora de defender que la medida es 'redistributiva' y se enmarca dentro de la 'justicia social', al igual que la sanidad o la educación pública. Pero estaría bien que no nos tomara por tontos: ¿quién tiene más oportunidades para emprender? ¿El joven que lleva 18 años viviendo en el hogar familiar, amparado por el amor de papá-empresario y mamá-funcionaria pública? ¿O la chica que lleva cinco años de su vida transitando de un centro de menores a otro porque sus padres, adictos a las drogas, no se han podido hacer cargo ni de ella ni de sus otros dos hermanos pequeños? Difícilmente se pueden crear oportunidades, dinamizar la economía y capitalizar a los jóvenes sin valorar otro tipo de malestares y de brechas sociales.
Santiago Abascal ha sabido explotar dos de las emociones que más mueven a la ciudadanía: la ira y el miedo. Lo ha hecho defendiendo la univocidad de la historia de nuestro país y, por ende, de la tradición. Su elogio a la identidad nacional no es más que un relato que neutraliza toda referencia diversa o rupturista. El estatus del nosotros, de la pureza, como si fuera algo original y elevado, contra los otros, impuros y tremendamente prescindibles constituye el barrido de un valor fundamental en comunidad: la dignidad humana. Los populismos nunca optan por el diálogo: imponen, señalan y agitan los pánicos morales. Su estrategia se sustenta en un nihilismo epistémico: el sexismo ya no es una realidad sino una opinión, el racismo ya no existe sino que es una cosa del pasado o la homosexualidad no es una enfermedad, pero lo que importa es la familia tradicional. Su forma de comprender la sociedad y sus problemas se basa en una desconexión moral. La diferencia no puede justificar la exclusión ni la desprotección de las personas.
Ante una vida pública colonizada por la polarización y lo tribal, hay cuestiones que resulta importante recordar antes de votar. Para una ciudadanía madura el respeto y la igualdad no son condicionales. Pretender que sean algo dinámico es una amenaza para la convivencia social. La libertad es la emancipación de la opresión y el dogma, no incitar al odio y al resentimiento. Puede que lo útil en estas elecciones no sea a quien votas sino, sencillamente, contra quién.
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