Este verano no he parado de viajar. En una isla de Papúa-Nueva Guinea conocí a los hamulai, una extraña tribu que esconde un secreto inquietante. Tuve la fortuna de escapar de un parásito autóctono de sorprendentes efectos y seguir de cerca los increíbles acontecimientos ... de mis compañeros de viaje, en una trepidante ruta cargada de asombros, desvelos y un fin de trayecto que podría ser un comienzo ('El imperio de Yegorov', de Manuel Moyano).
Con menos sobresaltos acompañé al tenista André Agassi por todo el mundo, de torneo en torneo, viviendo dentro de su cabeza –literalmente–, rodando por carreteras interminables en el desierto, cayendo y levantándome con él en cada golpe de raqueta, comprendiendo su odio. Le echaré de menos ('Open. Memorias', de André Agassi y J. R. Moehringer).
También echaré de menos a un grupo de jubilados que, el mismo día en que cumplieron setenta y cinco años, se enrolaron en las Fuerzas de Defensa Coloniales para vivir una segunda oportunidad, en un cuerpo rejuvenecido y mejorado, para defender planetas invadidos por terribles razas alienígenas. Menudo viaje de turismo de aventura. Todavía me dura el mal de altura entre tanto salto por el hiperespacio y ruido de naves explotando ('La vieja guardia', de John Scalzi).
No hay vacaciones sin la buena gastronomía, una actividad que suele marinar muy bien con la ciencia que se esconde en cada plato. Me he puesto las botas en la sabana paleolítica, he bebido cerveza en Mesopotamia, en Egipto probé un asado de cocodrilo junto al Nilo, con Jenofonte y Aristófanes disfruté de legumbres y ensaladas maravillosas mientras veíamos el atardecer en el puerto de Atenas. El garum romano no me enamoró, pero reconozco que tenía su punto. También he degustado destilados en posadas medievales, platos imposibles en palacios reales y, como remate, Catalina de Médici me prestó su tenedor... ¡Un disparate! Y ahora ya me queda claro, conla evidencia científica en la mochila, que hacer una paella con arroz bomba es de cobardes ('Comemos lo que somos', de J. M. Mulet).
La quedada de verano con mi amigo Matt Murdock siempre es intensa, como suele ser la tradición. Él nunca descansa. En esta ocasión, nos fuimos a un remoto pueblo de la América profunda para ayudar a un inocente acusado de un crimen. Nuestros reencuentros estivales me suelen dejar tocado. Y más aún si es como en casos como este, donde la lucha contra los prejuicios es más dura que las que se libran a puñetazos ('Daredevil. Redención', de David Hine, Michael Gaydos y Lee Loughridge).
Otro viaje, esta vez hacia las montañas de la locura, se ha convertido en el más largo y caluroso. Pero, ¿quién puede tener miedo del calor (horror) cósmico siendo de Murcia? No seré precisamente yo. Providence puede defraudar cuando se visita después de la adolescencia y por ese motivo afronté este regreso con algo de recelo, pero ha merecido la pena ('Narrativa completa', de H. P, Lovecraft).
Con las sondas Voyager volé hasta los confines del sistema solar, porque algo de turismo cultural siempre viene bien; y a falta de museos y exposiciones, nada mejor que estos prodigios tecnológicos cuarentones tan en forma ('Viajes interestelares. Historia de las sondas Voyager', de Pedro León).
Y llegó el turno de las emociones, las protagonistas de los veranos pasados, presentes y futuros. Al más puro estilo explorador de las sondas espaciales, me adentré en las profundidades de nuestro encéfalo para contemplar esos fuegos artificiales de la química cerebral que aparecen cuando, por ejemplo, nos enamoramos ('Neuronas para la emoción', de Xurxo Mariño).
Y, por último, si con un extraño nematodo comencé mis vacaciones, termino agosto con otros parásitos como compañeros de viaje, unos seres capaces de modificar el comportamiento de animales y humanos. ¿Somos los dueños de nuestras acciones, pensamientos y destino? Tal vez no. Lo insólito nos aguarda a la vuelta de la esquina y habrá que alimentar la llama de la lámpara de la ciencia para salir de algunas dudas. O para crear otras. Así funciona el conocimiento y el progreso ('Son nuestros amos y nosotros sus esclavos', de José Ramón Alonso Peña).
Decía Mark Twain que viajar es fatal para los prejuicios, la intolerancia y la estrechez de mente. ¿Tenía razón? No lo sé. Prueben ustedes mismos. Viajen. Ya sea a pie, sobre ruedas, en avión o a lomos de un buen libro. Seguro que merecerá la pena.