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La tauromaquia está muerta. ¡Viva la tauromaquia! La fiesta es un difunto que camina. La han matado centenares de veces, en cada fin de año, en cada deceso de la temporada, en cada reforma de una plaza, con cada cambio ministerial. Le han puesto cruces ... a su futuro. Han construido cementerios de intenciones con su fortaleza. Han dicho que los jóvenes ya no van a los toros. Que los nuevos tiempos aplastarán lo que queda de brutal en esa reunión de bárbaros. Le lanzan decretos, los BOE de cada legislatura, pintura roja. Arrojan calumnias contra los que pisan la plaza, contra los que llenan los graderíos, los que charlan en un bar sobre toreros viejos y toreros nuevos. Los aires no gustan de toros, dicen, pero las plazas siguen llenándose, desde San José hasta el Pilar, desde Valencia hasta Zaragoza. Quisiera una fiesta sin sambenitos ni moralinas. La libertad suprema de desfilar hasta una plaza y ver una faena aún es un camino por recorrer. Una ejercicio que requiere siempre un punto de rebeldía. Voy a los toros. Torean Roca Rey, Morante y Talavante. Espérame en la Condomina. A la salida de la Maestranza el cielo aún es más bonito. En Ronda está la Altamira de los toros, los gestos más antiguos del anima danzando con el hombre. Llévame a las Ventas a escuchar los silbidos del público que se inquieta. Al Puerto de Santa María con sus aires de señoritos nobles y bolsillos vacíos.
Aspiro a una tauromaquia limpia, que haga examen de conciencia. Una fiesta que no sea verbena. Un arte que no se banalice ni se vandalice. Que sea riguroso en el silencio y derrochador en el aplauso. Que destaque por su pasión y por su respeto. Un público que sea juez, pero no comparsa. Me niego a llamar tauromaquia a los simulacros de calles llenas de gente y toros despistados corriendo con el corazón en la garganta, con los cuernos ardiendo de bengalas o atados a cuerdas. El arte del toreo desprecia la violencia gratuita, las lanzas en las calles y la humillación fuera de la plaza. Me rebelo contra la imagen del toro enemigo del hombre, animal perseguido en los pueblos, contra las faltas de respeto a un animal que se hace dios en el ruedo y precisa de su ritual, no del escarnio multitudinario.
Es la libertad la que reclamo, la libertad exigente y exigida, la libertad oficial y práctica, la responsable, la consciente de que en la sociedad en la que vivimos no todos gustamos de las mismas aficiones. Abogo por una tauromaquia que no sea de izquierdas ni de derechas, ni republicana ni monárquica, ni vieja ni nueva, que no pida credenciales para ocupar un asiento en la tribuna ni sea tildada o insultada por asistir a una faena. Quisiera que se respetara a los antitaurinos, a su preocupación por el animal, que se entendieran sus argumentos sin ridiculizarlos. Desearía que el amante de los toros no soportase el insulto como propuesta, la pancarta en la puerta y las miradas de odio.
Ojalá poder escribir sobre la tauromaquia sin pensar en el qué dirán, en la censura y autocensura, en las miradas inquisitivas, los trajes puestos para toda la vida, las posiciones irrenunciables. Ojalá hablar de toros sin la sospecha acostumbrada, sin obligar a compartir gustos, respetando las pasiones de cada uno, como quien dirime sobre el arte contemporáneo. Escuchar sin juzgar. Leer antes de lanzar la piedra.
Creo en una tauromaquia más abierta, que llegue a más gente. Una fiesta que se celebre y no se esconda, que se explique a la sociedad sin miedo, asumiendo sus contradicciones, impulsando lo que hay de arte y misterio en ella. Una plaza llena sin complejos, abarrotada, que no sirva como combustible para el odio político, como cauce para la última moda de pensamiento, que explique la moral y la conciencia que hay detrás de matar a un toro, escuchando las réplicas, devolviendo respuestas con convicciones. A cada muerte de la tauromaquia exijo su resurrección. Y la libertad, para seguir amando este arte de plazas llenas y ruedos solitarios.
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